Cuando me enteré que estaba embarazada sentí mucho miedo: miedo a que no pudiera cuidar a mi hijo, miedo a que se me cayera de los brazos, miedo a tropezar y golpear su cabecita o a darle la medicina equivocada. Pero mi mayor miedo siempre fue que naciera invidente, como yo, como su papá; felizmente no fue así”, cuenta Graciela.

La joven madre, que trabaja cantando en las calles, nació hace 30 años en Apurímac. Hija de padres de condición económica muy humilde, llegó a Lima hace 20 años –con apoyo de la prensa– para estudiar junto con sus tres hermanos, también invidentes, en el colegio Luis Braile. Fue ahí donde aprendió a orientarse y a movilizarse en las calles y también fue ahí donde a los 16 años conoció a su esposo, quien también tiene una discapacidad visual.

A los 18 años, Graciela comenzó su vida de pareja y fue entonces cuando se dio con la sorpresa de que estaba embarazada. “Estaba aterrada, pensaba que sería muy difícil y que no podría hacerlo sola. Felizmente Brian nació sanito, pero estando sola, mientras mi esposo trabajaba, tenía que recurrir a las vecinas para que me ayudaran a bañar a mi bebé o a darle su comida o su medicina”, recuerda.

Para Graciela, adaptarse a esa nueva rutina fue muy difícil. Podía reconocer qué necesitaba su bebé solo por su llanto, pero en la calle las cosas cambiaban. “Si me concentro y escucho con atención, puedo saber qué pasa, pero cuando hay mucha bulla me pierdo, y eso me pasaba con mi bebé cuando tenía que salir a comprar o cuando llevaba a mi niño a sus controles”, comenta.

A pesar de las dificultades, poco a poco Graciela fue aprendiendo y a los pocos meses ya atendía a su hijo sin problemas. Tan segura estaba que seis años después se animó a tener un segundo bebé: Melany, con quien las cosas fueron más fáciles. Tiempo después vino la tercera: Lisbeth, a la cual Graciela cuida sin problemas. “Con la experiencia ya todo es más fácil y conforme crecen todo se vuelve más manejable aún”, anotó.

No obstante, con su primer hijo Graciela sintió la discriminación. “Él ha crecido a nuestro lado, sin abuelitos o primos, con sus dos padres invidentes, y se ha cuestionado por qué no podemos ver. Eso lo ha hecho un poco tímido”, dice.

Por eso, ahora Graciela no deja que pase lo mismo con Melany y Lisbeth. Para eso, ella siempre está presente, al lado de sus hijas y en todas sus actividades. Asiste regularmente al colegio de sus hijos. No falta a ninguna actuación. “Aunque no vea estoy presente siempre porque me da miedo que si los dejo, poco a poco se puedan avergonzar de mí”, señala.

Hoy en día, Graciela ya sabe vivir sin luz. Hace sus quehaceres sola, lleva a sus hijos al colegio o a la posta, cocina y hasta puede alcanzar a la pequeña Lisbeth cuando sale corriendo. “Soy feliz, mi luz son mis tres hijos”, asegura sonriente.