Años atrás, el tema Cuevita (que tiene una serie de aristas, siendo la más delicada la del maltrato físico a su esposa, y ahí necesitamos cerrar filas porque no tiene justificación alguna) me habría llevado al común espacio de buscar quién es el bueno y quién es el malo de la película. Ella es la víctima, él es el victimario, o viceversa. Mi siguiente mirada se habría enfocado solamente en los hechos y seguro, con algunas conclusiones de todas maneras arbitrarias, me habría ido a dormir sintiéndome mejor persona que los protagonistas de ese escándalo. Es decir, habría ejercido el perfecto arte de señalar y creerme superior.
Probablemente como muchos, en esta semana me habría permitido juzgar, por ejemplo, a la esposa, que cómo es posible que haya resistido tanto tiempo, es una inconsciente, que dónde está el amor propio, etc., etc.
Y, en el caso de él, sin mayor análisis, lo llenaría de adjetivos calificativos despreciativos. No es necesario ni siquiera mencionarlos; usted ya los puede imaginar.
De hecho, esto es lo que he notado en estos días, un festival de señalamientos, donde todos juzgan, todos condenan, todos tienen la solución perfecta, todos son mejores que ellos, todos menos yo, porque, aunque usted no lo crea, yo también soy como ellos. Yo soy un poco Cuevita, soy un poco Pamela López y tengo varias gotitas de Pamela Franco. No me odien, por favor.
Aparecen los videos, aparecen los chats, aparecen las fotos, aparecen las denuncias, aparecen las entrevistas y, en medio de ese vendaval, mi esposa me pregunta: y tú, ¿qué opinas? Pongo en silencio el televisor, tomo una respiración, sale un suspiro y le digo: “Yo los comprendo, no comparto las reacciones, pero sé lo que están sintiendo porque yo también he estado ahí. Más allá de un infiel compulsivo, un maltratador físico o emocional (cosa que, en ninguna de sus formas comparto y nunca he ejercido, ojo), una amante que está repitiendo el patrón y una esposa que no puede salir del caos, yo lo que veo es un grupo de humanos con serios problemas de autoestima, cero amor propio, profundo desmerecimiento y dependencia emocional.
Veo seres adoloridos, sufriendo y haciendo sufrir; veo una cadena que pareciera difícil de romper; veo a tres adultos vinculándose desde sus heridas. Puedo ver a los niños que habitan y a gritos piden ayuda y me duele porque eso he sido yo y lo sigo siendo. Solo que, como ya lo sé y ya le presté la atención necesaria, puedo identificar cuando se activan esas laceraciones y me hago cargo de ellas sin tirarle la responsabilidad a nadie más que a mí; por ende, nadie sale dañado.
Donde todos ven un infiel, yo veo un humano que está buscando a gritos reconocimiento, legitimación, validación, aprobación externa, lo que deriva en buscar todo lo anterior en múltiples personas.
Se busca reconocimiento cuando de niño la presencia de los padres fue ausente, ya sea física o emocionalmente, y esto en el acto genera un miedo profundo a la soledad. Entonces, de manera inconsciente, de adulto, buscaré muchas relaciones para evitar sentirme abandonado y tomaré mano de la infidelidad para asegurarme de nunca quedarme sin compañía ni afecto. Siendo así, ya vamos teniendo dos heridas, la de rechazo y la de abandono.
Además, le podemos sumar al combo que, si uno de niño se sintió decepcionado por una figura de autoridad en la que confiaba, es decir mamá o papá o cuidador a cargo, automáticamente desencadenará en un adulto desconfiado; por ende, y por esas cosas que ni tú ni yo entendemos pero que habitan en nuestra psique, usaré la infidelidad como una forma de protegerme bajo la ilógica lógica de “mejor traicionar antes de ser traicionado”. Esto se llama herida de traición.
Donde todos ven una esposa que no puede salir de ese vínculo tóxico, una convenida o peor aún que le gusta el maltrato, yo veo un ser humano dependiente emocional y con mucho miedo al cambio.
Cada vez que tengas al frente a alguien que con tal de recibir amor paga el altísimo precio de perder su identidad y bienestar emocional, ahí estás frente a un dependiente emocional. Y todo esto comienza también en la infancia cuando torpemente nuestros padres condicionan el amor al cumplimiento de sus expectativas. Por ejemplo: “si te portas bien, eres un niño bueno”, “si me haces caso en esto, ahora sí te quiero”.
Obvio, es, asimismo, que estamos frente a una mujer con la autoestima en la espalda, que pone su valoración en los demás y cae en el bucle de seguir en esa relación porque es su única fuente de valoración.
Y, en cuanto al miedo al cambio, por lo general ese aferrarse a esa situación que actualmente vive, así sea un desastre, muy probablemente tenga que ver con una percepción equivocada sobre lo nuevo; es decir, “más vale malo conocido que bueno por conocer”.
Lo incierto lo percibes como peligroso y, seguro, se ancla en que en algún momento de mi vida algunos cambios los percibí como traumáticos. Entonces, tenemos a una mujer que quizá haya internalizado conceptos de dependencia afectiva como “necesito a alguien que me haga feliz”, “sin ti no soy nada”, y se han hecho carne en su ser. Y sí pues, cuando veo a Pamela, la esposa, también me veo a mí en algún tramo de mi vida y me duele, no la juzgo, no la señalo; la siento como parte de mi tribu y me acongojo.
Donde todos ven una amante, yo veo una mujer con una percepción sobre sí misma alterada, quién sabe, tal vez con algún patrón de autocastigo que no le permite sentirse elegible, en un amor protagónico; por ende, me autocastigo y me llevo a situaciones de sufrimiento asegurado para así obtener confirmación sobre mi autopercepción.
Y esto es más que obvio que la señorita en mención está repitiendo un patrón: exesposo infiel, actual pareja también es un esposo infiel. Y todos girando en el mismo círculo de dolor.
Y quién sabe si hay heridas de abandono, rechazo, desvalorización… todas gestadas en la infancia, inclusive desde la gestación (esto no es una opinión, es un dato fáctico que al día de hoy manejan los psicoterapeutas).
Entonces, a partir de todo lo anterior, yo no estoy viendo quién es el bueno o el malo del bochinche. Puedo divisar un poquito más atrás y me encuentro con que todos, absolutamente todos los seres humanos, somos en un primer momento producto de lo que nuestros padres hicieron con nosotros. Algunos con mejores herramientas, otros con bastante torpeza, pero sí o sí nos va a caer un traumita de regalo.
Y, a partir de eso, ¿qué nos toca? Bueno pues, nos toca en algún punto de nuestra adultez hacernos cargo de nuestros dolores, penas y heridas. Corresponde que agradezcamos a nuestros padres lo que insertaron, pero, sobre todo, nos compete asumir la reconstrucción de nuestro ensamblaje emocional, porque, si no lo hacemos, seguiremos siendo niños adoloridos en cuerpos de adultos esparciendo dolor y, peor aún, seremos humanos adoloridos criando a nuestros hijos en el mismo dolor y así la cadena nunca se rompe.
Cuando sanas una herida emocional, los cambios que registras no solo impactan en tu vida, sino también en la de los tuyos, en la de tus hijos, en tu entorno, en tu sistema.
La dinámica familiar es la principal beneficiada. Se afinan los vínculos, evoluciona la conciencia y, sobre todo, vas a comenzar a chequear una serie de efectos positivos en modo dominó.
En resumen: deje de sufrir, hágase cargo de su yaya, pague su terapia y no siga cagando a los demás.