Comerciantes en el centro de Lima durante el Estado de emergencia. (GEC)
Comerciantes en el centro de Lima durante el Estado de emergencia. (GEC)

Jesús tiene 66 años y hasta antes de que se instaurara el Estado de Emergencia tenía una empresa familiar de lavado de alfombras y restauración de muebles antiguos. Llegó a Lima luego de la captura de Abimael Guzmán y poco a poco acumuló un capital que invirtió en adaptar su negocio a las mayores exigencias del mercado: hay materiales que pueden quedar como nuevos en casa de sus clientes, pero otros que necesitan ser trasladados al taller, donde sus dos hijos mayores son los expertos, y su hija menor, graduada en contabilidad, se encarga de la administración del negocio.

Es fácil deducir que la empresa de Jesús está al borde de la quiebra. En este preciso momento, la familia evalúa dejar Lima y regresar a Huaraz, a casa de los abuelos.

Desde el inicio de la cuarentena han actuado con responsabilidad, pero ser buenos ciudadanos no les ha servido de mucho.

En cuanto a la empresa, ésta no ha recibido ningún subsidio para la planilla porque los salarios superan en unos pocos cientos de soles el límite para acceder al beneficio. A ninguno le corresponde un bono… Jesús tampoco ha querido solicitar algún préstamo (¿Reactiva Perú?) de los que el Estado ha puesto a disposición de compañías como la suya. No quiere una deuda más porque más temprano que tarde tendrá que pagar el impuesto a la renta. 2019 fue un año muy bueno para él (lo vintage se puso de moda), obtuvo un crédito para adquirir maquinaria. No ha dejado de pagar, pero se ha comido los ahorros.

Ni él ni sus hijos quieren retirar el fondo con que cuentan en la AFP. Creen que no es responsable.

Jesús ha leído varias veces el Decreto Supremo de la reanudación de actividades económicas y aún no sabe si está incluido en el paquete como sí ha ocurrido con la peluquera de su esposa. Lo más grave: no sabe si volverá a tener clientes.