"Ana quiere morir. Vivir es para ella una condena sin falta alguna que la justifique", reseña Bullard. (Foto: @photo.gec)
"Ana quiere morir. Vivir es para ella una condena sin falta alguna que la justifique", reseña Bullard. (Foto: @photo.gec)

Debe de ser muy difícil para un juez firmar una sentencia de condena de muerte. Matar a alguien, al margen de lo mala que haya sido su vida, es siempre cruel. Es privar a ese alguien de su derecho a reivindicarse. Es matar, de alguna manera, a quienes aman a esa persona. Es reconocer, en algún grado, el fracaso de la humanidad.

Jorge Ramírez Niño de Guzmán enfrenta hoy un dilema emocional parecido. Es un juez. Tiene que tomar una decisión. Puede condenar a alguien a una crueldad: la crueldad de seguir viviendo. Y ese alguien no es una persona mala. Bajo ninguna teoría atendible se puede decir que merece lo que le ha tocado. No hizo nada para merecerlo.

Jorge tiene que decidir el pedido de Ana Estrada. Ana quiere morir. Vivir es para ella una condena sin falta alguna que la justifique. A los 12 años le diagnosticaron polimiositis, una enfermedad autoinmune, degenerativa, irreversible y progresiva que afecta principalmente los músculos y va debilitando su cuerpo. Una muerte larga y dolorosa. Ella misma la califica como contraria a su dignidad. Y nadie puede hacer mejor esa calificación que ella misma. Está atrapada entre su destino y la ley.

En nuestro afán de colectivizar todo, hemos colectivizado hasta lo más íntimo. La ley se ha atribuido la facultad de pedirnos justificar por qué no queremos seguir sufriendo.

No veo por qué un pedido como el de Ana tenga que estar en las noticias. No veo por qué se requieren audiencias judiciales o declaraciones públicas para decidir sobre lo que es indudablemente suyo. Si vivir es un derecho, no puede ser una obligación. No veo por qué la ley se pueda reservar una prerrogativa tan inhumana. Si alguien ayuda a Ana a cumplir su voluntad, esa persona va a terminar en la cárcel. Hemos coloreado un acto de piedad y compasión de delito.

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Parafraseando a Francis Bacon, la muerte es, en ocasiones, el menor de todos los males. Es a cada uno de nosotros a quien corresponde decidir cuándo nuestra vida, o nuestra muerte, es un bien o es un mal.

La decisión de Jorge parece difícil. Debe escoger entre el derecho a la vida y el derecho a la dignidad y al bienestar de Ana. Le dirán que es un problema de ponderación de derechos. Ese razonamiento funciona cuando el derecho de uno choca con el derecho de otro. Pero aquí hablamos de dos derechos de Ana. Ella no ha pedido que su derecho prime desplazando el derecho de otro. El aparente conflicto se resuelve por el principio de autonomía. Ella puede decidir sobre sus derechos y, por tanto, puede decidir cuál prima sobre cuál. En realidad ya decidió. Solo toca respetar su voluntad.

Vivir en contra de mi voluntad puede ser una forma bastante inhumana de morir. La muerte puede ser a veces rápida e implacable. Pero, como dice Isabel Allende, también puede ser bastante lenta y torpe.

¿Es esta una historia triste? Depende de lo que diga Jorge. Si niega el pedido de Ana, la condena a la tristeza de su sufrimiento. Si lo acoge, le devolverá alegría de poder decidir sobre lo que es suyo. Ana nos ha regalado la oportunidad de pensar sobre el sentido de la vida y el significado de la muerte. Y según Fénelon, “la muerte solo será triste para los que no han pensado en ella”.

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