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El síndrome de Superman

Imaginemos que, por una extraña circunstancia, una cultura extraterrestre le regala a Vizcarra, Merino o Alarcón superpoderes. Imaginemos que pudiera convertirlos en supermanes.Seres banales y sencillos (“simplones” es quizás un mejor término) se convierten de pronto en seres cuasi inmortales, capaces de hacer lo que les plazca, sin mayor límite que aquel que se autoimpongan por propia voluntad.

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Imaginemos que, por una extraña circunstancia, una cultura extraterrestre le regala a Vizcarra, Merino o Alarcón superpoderes. Imaginemos que pudiera convertirlos en supermanes.
Seres banales y sencillos (“simplones” es quizás un mejor término) se convierten de pronto en seres cuasi inmortales, capaces de hacer lo que les plazca, sin mayor límite que aquel que se autoimpongan por propia voluntad.
El desenlace de la crisis actual no dependería de reglas (de hecho, sabemos hoy que esas reglas, por inexistentes o inejecutables, son intrascendentes) sino del uso ilimitado y desordenado de superpoderes. La entrega de poderes extraordinarios nos conduce a un resultado indeseable. Todo se convertiría en una batalla campal, en la que la ciudad de Lima terminaría semidestruida y la población civil experimentaría muchas bajas. Lejos de tener al frente a Superman, tendríamos a tremendos villanos que harían empalidecer a Lex Luthor o al Thanos de los Avengers.
La verdad es que lo más sorprendente de Superman (y en general de los superhéroes) no es su inmenso poder, sino su inquebrantable moral. Es difícil de creer que un ser con tal capacidad solo la use para hacer el bien y que no se exceda para alcanzar fines poco santos o profundamente egoístas, usando lo que no es suyo en su beneficio. La admiración por un superhéroe nace, por sobre todas las cosas, por la estatura de sus principios antes que por la estatura de sus poderes. Podemos perdonarle que sus poderes no alcancen para salvarnos, pero no le perdonamos su falta de moral.
Lo cierto es que si los superhéroes existieran, se parecerían más a los Watchmen o a los dioses y semidioses de la mitología griega, héroes que, a pesar de sus poderes, son moralmente tan humanos como cualquiera y, por tanto, suelen mostrar la misma falta de escrúpulos del más mortal de los humanos.
Nos guste o no, tenemos la tendencia a maximizar el propio interés. Por tanto, el uso de poderes tenderá a ser usado para ese fin antes que para la obtención del bien común. Ello no es necesariamente malo si esos poderes son colocados en marcos de reglas que generen límites y equilibrio, como bien lo ha señalado el Premio Nobel de Economía James M. Buchanan, una de las figuras más representativas de la teoría del Public Choice.
La política te da poder. Y, cuando las reglas no son claras, la política no lo limita. El resultado es un primer ministro que aparece amenazante mostrando tras de sí el respaldo de los militares o los congresistas balbuceando amenazas de vacancia sin explicar muy bien cuáles son sus límites.
La falta de institucionalidad es muy peligrosa en un mundo lleno de supermanes criollos de ridícula moral. Es claro que Vizcarra usó su poder para darle ingresos a su ‘Robin Swing’ y el Congreso usa el suyo para quitarnos nuestros derechos en búsqueda de aumentar, mediante populismo, su propio poder. Hemos convertido la política en un baile de carnavales lleno de disfraces de Superman, Batman, Capitán América y Iron Man colgados sobre perchas ridículas e indignas.
El poder en el Perú se ha vuelto una caricatura bochornosa de la que nadie se salva. Hemos irresponsablemente entregado poder a una sarta de irresponsables. Y es un axioma: entrega poder sin límites y tendrás un desastre sin límites.
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