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Un gatito salvará al mundo

"Sin embargo, estando el hocico fálico del monstruo a milímetros de convertir al gato en comida para sus pares, el xenomorfo lo mira, lo piensa dos veces y lo ignora”.

Imagen
(Midjourney/Perú21)
(Midjourney/Perú21)
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Inocente y distraído, el Perú comenzaba el verano de 1980 sin saber que estaba a punto de protagonizar su propia película de terror. En unos cuantos meses, se daría el primer atentado terrorista de Sendero Luminoso. Una bestia asesina se agazapaba sanguinariamente entre las desigualdades peruanas.

Ajenos al pronto inicio de esa espiral macabra, un grupo de mocosos que apenas franqueaban la censura de mayores de 14 años decidió una tarde de verano ir a ver una película de terror. El cine era el San Felipe, majestuosa sala en Jesús María de más de dos mil butacas forradas en terciopelo de alto tránsito pero buen lejos.

La película era Alien, el octavo pasajero. Se trataba de ciencia ficción terrorífica, a contramano del tono heroico y confortable de la Guerra de las galaxias y sus sucedáneos. El eslogan de la película era una advertencia: en el espacio nadie podrá oírte.

El plan de una ida al cine a esa edad era fastidiar al resto. Gritar tonterías en los momentos de silencio, tirar canchita desde la mezzanine o, lo más avezado, hacer sombras chinescas de pinguitas frente al proyector. Ese era el plan inicial. La película no lo permitió.

El ambiente claustrofóbico y tenso de la historia nos hundió de miedo en las butacas. Brotaba ansiedad de los corredores opacos y húmedos del Nostromo, nave espacial de carga que imprudentemente decide atender un mensaje de auxilio. En las películas de ciencia ficción ser humanitario equivale a suicidarse.

Ese horror se combinaba con el morbo que se estrenaba en nuestros púberes organismos. Responsable de esta inflamación hormonal era la suboficial de vuelo Ellen Ripley, encarnada por el metro ochenta de la aún desconocida actriz Sigourney Weaver. Su presentación en sociedad era con el pelo mojado, la piel húmeda de babas galácticas y en calzón.

Entonces no nos dábamos cuenta de que la película estaba cargada de mensajes sexuales. La violencia del abrazacaras –esa langosta cruzada con cangrejo que se prendía de la cara de sus víctimas para penetrarlas a la fuerza por la boca e inseminarlas de su horrible cría– no era otra cosa que una violación interestelar.

El fruto de ese apareamiento forzado y letal era el xenomorfo, una bestia esquelética y macrocefálica de cuya boca brotaba una segunda mandíbula de obvia condición fálica que dejaba en el ridículo a nuestras pinguitas chinescas.

Revirtiendo la tradición del género de curvilíneas rubias tontas cayendo como fáciles víctimas de los extraterrestres, en Alien los violados eran los hombres. Y la que estaba a cargo era Ellen Ripley, en calzón.

Pero había una sugerente nota al pie en este tenso espanto. Era la tierna e inopinada presencia a bordo del gatito de la tripulación, un felino color naranja de nombre Jonesy.

Durante el acoso continuo que supone la película, el gato elude hábilmente al xenomorfo, dándoles una lección a los humanos respecto al arte de la fuga. Hasta que un momento el monstruo confronta al gato frente a frente. El animal, que no es un actor pagado, se eriza aterrado de verdad. (Para lograr ese efecto, lo filmaron frente a un pastor alemán furioso apenas separado por un vidrio).

Sin embargo, estando el hocico fálico del monstruo a milímetros de convertir al gato en comida para sus pares, el xenomorfo lo mira, lo piensa dos veces y lo ignora. Las teorías apuntan a que la bestia cósmica lo evalúa como incapaz de reproducción, aceptación tácita de que en su planeta no manejaban el concepto de La Gata Flora.

Al cabo de dos horas de placentero miedo, Ripley destruye al monstruo al último momento y cierra la historia introduciéndose en la cámara de hipersueño. Se acuesta junto con el gato para dormir 57 años más hasta llegar a la Tierra. Siempre en calzón.

Ripley y el gato llevan 20 años durmiendo cuando, en el año 2142, suceden los eventos de la nueva entrega de la saga ahora en cines: Alien Romulus. No se pretende espoilear los eventos de esta nueva versión de la franquicia, pero se puede confirmar que es un oasis de terror controlado en este país que aún da miedo.

Aunque hay un cabo suelto relevante. Este regreso de Alien, además de avivar la nostalgia retrofuturista – aún estamos a 100 años del 2142, fecha de viaje del Nostromo– ha recrudecido una duda que podría resolver el código último de la franquicia, e inclusive el destino de la humanidad enfrentada a la posibilidad de una invasión extraterrestre.

En la película original la tripulación del Nostromo era de siete tripulantes. Si se le suma el xenoformo, se llega a la cuenta de ocho, lo que explica el título de la película. Pero se está obviando al gato. Él es el noveno pasajero. Es decir, el único sobreviviente y amo futuro del mundo que quede luego de la destrucción mutua entre especies.

Cualquiera que tiene un gato, es mi caso, sabe perfectamente que ellos saben algo que nosotros no sabemos. Esta subordinación a lo felino incluye a los depredadores de sangre ácida y fisiología perfecta que fornican con caras humanas, pero, frente a un gatito, quedan derrotados por su ternura y su desinterés cósmico hacia todas las demás cosas vivas.

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