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"No sabía que también se estudia de noche, mamá". Es lo que dijo un pequeño de 4 años cuyo hogar está lo suficientemente lejos de su centro de estudio como para que los preparativos para salir de casa y por lo menos el inicio del recorrido se den con un grado de luminosidad reducido. Claro, "a quien lo quiere celeste, que le cueste", reza el dicho, y nuestra elección de colegio no tiene nada que ver con una consideración geográfica que debería ser tan razonable como práctica.

Si a lo anterior le añadimos un tráfico endemoniado, desordenado e intenso, podemos asegurar que muchos niños, por lo menos en niveles medio-altos y altos, hacen trayectos largos y aburridos del hogar al colegio y de regreso. Si vemos la cosa en clave positiva, diremos que es una oportunidad para conversar con el familiar que maneja y los hermanos; o para socializar con otros niños en un vehículo que transporta a varios de distintas familias.

No niego que algo de eso pueda ocurrir. Aunque, según cuentan muchos conductores voluntarios o profesionales de alumnos, la convivencia motorizada no es precisamente pacífica y la movilidad puede convertirse en un campo de entrenamiento para el ataque y defensa, y el conflicto.

¿Puede haber una mayor pérdida de tiempo y energía que esos largos desplazamientos? ¿Es posible imaginar una preparación más contraproducente para comenzar un día de aprendizaje o una tarde familiar que una combinación de bocinas, baches, paradas bruscas y reinicios repentinos?

De paso, quizá la mayor contribución al estrés y, en general, el nivel de bie-nestar de los adultos, es el tiempo que pasan yendo y regresando del trabajo. Pues lo mismo ocurre con los niños.