El pasado mes de julio, en el Reino Unido, el salvaje asesinato de unas niñas a manos de un chico de 17 años desató una ola de manifestaciones extremadamente violentas, protagonizadas por grupos fascistas.
El bulo que corrió por las redes sociales se basó en que el asesino era un musulmán que solicitaba asilo. Fue el detonante que prendió la mecha y convirtió al Reino Unido en escenario de acciones nunca vistas por su brutalidad.
El flamante primer ministro respondió con decisión y advirtió que el peso de la justicia caería de inmediato con todas sus fuerzas. Así fue.
Lo vivido fue consecuencia, como he dicho, de las noticias falsas que corrieron por internet y que la gente, “el vulgo errante” que diría Rubén (más vulgo que nunca), quiso creer sin someter la (des)información a un contraste mínimamente riguroso. El asesino ni era inmigrante ni había pedido asilo: era galés, nacido en Cardiff.
La sinrazón del puro odio se acaba de hacer presente en España, a propósito del asesinato de un niño.
Tan pronto se conoció el hecho, las redes sociales empezaron a cargar “contra los moros” y a incitar el odio al inmigrante.
Resulta que el asesino es un chico español, hijo y nieto de españoles, pero el mal ya está hecho. Y el medio para su difusión, patente: las redes sociales.
El odio no debería tener cabida en nuestro diccionario.
Estos sucesos han despejado mis dudas sobre el delito de odio. Que no castiga al que injuria o desprecia, sino al que, por pura intolerancia, incita a la violencia o al exterminio de terceros por motivos de raza, religión, sexo, u otros.
El odio no lleva sino a la nada. No deberíamos caer en su juego ni propiciarlo, tomando por cierto lo que no es sino burda falsedad.