(Midjourney/Perú21)
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Hace algunas décadas se empezó a decir que los 40 eran los nuevos 20. La novelería animó a los cuarentones, que pudieron gestionar con entusiasmo la moderada crisis que acompaña el tránsito hacia las cuatro décadas. Léase, resacas inmisericordes, vanidad amenazada por los años, alergia al compromiso en los varones, e incertidumbre en torno a los hijos, así existan o no.

Pasada esa etapa, se reajustó la ecuación para sostener luego que los 50 eran los nuevos 30. La idea era la misma: evidenciar una real revitalización gracias a los avances médicos que mejoran la calidad de vida, que canaliza estos renovados ímpetus para no envejecer mansamente. Los cincuentones lidiaron así mejor el incremento de la irritabilidad y el vértigo caprichoso que suele acompañar ese umbral cronológico.

Ahora llega la sexalescencia, aplicada a los de sesenta años y más. El término se refiere a una adultez mayor que está replanteando los patrones típicos de la vejez vinculados a la resignación, la inmovilidad y el abatimiento. Como el nombre lo sugiere, son personas de seis décadas o más que tienen casi todo – algo de sabiduría, algo de patrimonio, bastante experiencia–, pero lo único de lo que adolecen es de tiempo. La vida es ahora o nunca.

Los sexalescentes no solo lucen menores, sino que hacen cosas supuestamente impropias de su edad. Se enamoran, inician proyectos, corren maratones y viven como si no hubiera mañana; que, en un sentido estricto, nunca lo hubo. El ruletazo genético suele ser implacable. Es cuando nos convertimos en la sentencia de Bukowski: Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que la muerte tiemble al recibirnos.

Los sexalescentes están cambiando los crucigramas por Netflix y los rompecabezas por Internet. Están transformando el concepto social del envejecimiento, llevando a la práctica una tenacidad y disfrute que a sus antepasados habría escandalizado. Antes, lo acumulado se guardaba y reservaba para los hijos o nietos como una ofrenda. Ahora, la vida es una sola y se hace ese viaje postergado, se cumple ese capricho casi sin sentido. Los jubilados han decidido rescatar el júbilo de su categoría antes que llegue el agujero oscuro de la senectud total.

No basta ponerse un jean para ser sexalescente. Implica una curiosidad voraz y actualización constante por acortar las brechas culturales y tecnológicas. En lo primero llevan ventaja. A los jóvenes de hoy los gobierna un algoritmo antes que el interés de conocimiento, y en eso las generaciones anteriores les llevan amplia distancia que se va ampliando conforme los primeros van envejeciendo como manganzones desavisados. Y así votan.

Lo segundo, estar al día con la tecnología, tampoco es tan complicado. Antes se necesitaba una maestría para operar un Betamax. Ahora la usabilidad implícita de los dispositivos se explica sola. Tu propio reloj te hace recordar lo olvidable o avisa si estás empezando a tener un ataque cardíaco por forzar los límites. Aunque como decía Buñuel, la edad es algo que solo importa si es eres un queso.

El próximo mes Mike Tyson, de 58 años, tenía previsto subirse a un ring con un sujeto 30 años menor que él, el influencer Jake Paul. Un síntoma de vejez, una maldita úlcera de Tyson, ha hecho postergar la pelea con este joven nacido el mismo año en que Tyson le mordía la oreja a Evander Hollyfield. El influencer, como corresponde a su generación, se ha hecho famoso por su facilidad para hacer dinero con naderías a través de las redes, lo que incluye agarrarse a puñetazos bajo pay per view en perfecta armonía con cómo a la plenitud física de la juventud le acompaña la orfandad psicológica. Este coraje físico del imberbe es lo único que Tyson respeta de él.

Muhammad Alí, el más grande, se retiró del box a los 39 años. Tyson, al filo de los 60, es un insospechado gladiador de la sexalescencia. Hay harto dinero de por medio, pero tampoco es que le mueva la aguja. Ya tiene la vida hecha. Se ha convertido en actor y en empresario audaz. Tiene una marca de gomitas con cannabis que se llaman Mike Bites, que vienen en forma de oreja mordisqueada. Evander Hollyfield, el de la oreja mordida, inicialmente se molestó, pero luego, al enterarse de la estructura del negocio, entró como socio. Hollyfield, de paso, en 2021 se subió al ring también al filo de los 60 años para enfrentarse en 8 rounds al excampeón de UFC Vitor Belfor, 20 años menor que él. El buen Evander, cinco veces campeón del mundo categoría peso pesado, no llegó a aguantar dos minutos en el ring.

No hay metáfora más brutal y honesta que el box. Cuando Tyson se suba a ese ring, lo hará como el perdedor favorito, corroborando que el cuerpo envejece antes que el espíritu. Pero sería glorioso, y generacionalmente reivindicativo, que antes de caer ojalá por puñete ajeno que por úlcera propia, le encajara al niñato tres o cuatro puñetazos de los suyos –viejos, sabios, vividos– para dejar claro que nunca se es demasiado viejo como para ser más joven. El edadismo que ensalza la juventud como una virtud, cuando es apenas un estado temporal casi siempre desperdiciado, merece un buen estate quieto.

Tyson podía hacer suyas las supuestas últimas, y corregidas, palabras de González Prada: los viejos a la tumba, los jóvenes a la mierda.

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