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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la Lunahttps://goo.gl/JoHNR

En noviembre debería cumplir treinta años saliendo en televisión (podría haber escrito "haciendo televisión", pero "salir" en televisión no necesariamente equivale a "hacer" televisión, "salir" en televisión es sentarse e improvisar, "hacer" televisión es escribir una historia y convertirla en ficción, "salir" en televisión es leer las noticias o comentarlas, "hacer" televisión es producir una comedia que haga reír veinte años después, la televisión en la que se "sale" no interesa a nadie al día siguiente, la que más laboriosamente se "hace" es aquella que, en el mejor de los casos, perdura) y no sé si llegaré a celebrarlo porque cada semana que termina pienso que es la última y me van a despedir. No sé si esa precariedad laboral es parte de la naturaleza misma del negocio o de la mediocridad insuperable con la que salgo en televisión hace casi treinta años, pero, y no exagero, mi meta no es llegar a fin de año y cumplir los treinta al aire, mi meta es llegar a fin de mes y recibir el cheque en el correo.

Cómo y por qué he terminado metido tanto tiempo en la televisión, eso nunca está claro, esas cosas son un misterio. Las cosas pasan porque pasan y después alguien trata de darles sentido, coherencia, orden racional. Yo no quería salir en televisión, pero me llamaron a hacer comentarios políticos cuando tenía dieciocho años y fui y me senté y los dije con aire grave y circunspecto porque quería demostrarle a mi padre que no era un perdedor, como él me había dicho tantas veces camino al colegio. Esa fue entonces la razón por la que salí originalmente en televisión:para joder a mi padre, incomodarlo, cobrarme la revancha, para demostrarle que Jaime Baylys no sería más él ni mi abuelo, ahora sería yo, y mejor que se fueran acostumbrando.

Luego me hicieron unas pruebas, competí con otros aspirantes, por suerte me eligieron, me contrataron, tuve un trabajo bien pagado, disfruté del éxito repentino, precoz. Salía en televisión hablando siempre de política y me pagaban y de paso entrenaba para ser político y seguir saliendo en televisión y llegar algún día a ser presidente, nada menos. No parecía un mal negocio. Ninguno de mis amigos ganaba tanto como yo. Era naturalmente bueno hablando en televisión, no necesitaba leer de la pantalla, improvisaba unos discursos catatónicos, tremebundos, sobre cualquier cosa, discursos que podían durar media hora o una hora o más y que me ponían a competir con los hablantines más avezados de la televisión, a quienes ponía en jaque con mi verbo enjundioso y mi énfasis de predicador, digno hijo de mi madre. Mi trabajo era hablar, me pagaban por hablar, estaba encantado hablando nimiedades, fruslerías, sandeces, zarandajas, pamplinas.

Tan bien me fue al comienzo que entre los veinte y los veinticinco años tuve un programa digamos "internacional" (perdón por la inmodestia) que se grababa lejos de mi país de origen y se emitía en algunos países chatos de la región.Era un trabajo formidable que me permitía pasar medio mes (intoxicado) en la ciudad en que nací y la otra mitad (desintoxicado) grabando en otro país, hablando de temas políticos, discutiendo acaloradamente con otros monigotes como yo, enzarzándome en minúsculas riñas verbales sobre asuntos que todos ignorábamos o conocíamos a duras penas por la lectura de los periódicos, que venía a ser lo mismo. Pude haber perdido la vida en todos los hoteles en los que viví esos cinco años, persiguiendo amores esquivos, pero no era mi destino irme tan pronto.

Entre los veinticinco y los treinta años me casé, nacieron mis hijas mayores, traté de retirarme de la televisión y ser un escritor a tiempo completo, pero fracasé y tuve que volver humillado y quebrado a la televisión. Para entonces había cambiado varias veces de registro (y de peinado) en programas en los que me reinventaba como actor camaleónico o tan solo desesperado: lo que al comienzo fue muy formal y políticamente fogoso y con marcado acento religioso, se tornó luego más relajado e informal, y de pronto se volvió disparate humorístico y pura bufonería, y después, ya casado y padre de familia y sospechoso de no ser heterosexual, encontró un punto comercialmente rendidor en las entrevistas algo mamonas a grandes personalidades.

Los grandes años dorados del "éxito internacional" (perdón por la jactancia) me tocaron entre los treinta y los treinta y cinco. Qué buena era la vida entonces: me pagaban bien, me veían en no sé cuántos países menesterosos, viajaba todo el tiempo, dormía sin pastillas, era una promesa, una revelación, un producto de exportación, un señorito de habla modosita y flequillo exuberante, los ojos sospechosamente achinados detrás de unos espejuelos que se asomaban al mundo con la curiosidad y la cautela de un gato en día lluvioso.

Hablaba como caminando en puntillas, delicadamente, como esquivando clavos o huevos rotos o el recuerdo de mi padre, y a veces me parecía que estaba patinando en una pista de hielo.

A los treinta y cinco años, cuando pensaba que lo mejor estaba por venir y miraba las casas vecinas y me imaginaba comprándolas y derribándolas para tener un jardín más extenso, me despidieron por primera vez de la televisión, y todavía no me recupero de aquel percance, porque además me pagaron lo que faltaba del contrato, un año, un año entero, a cambio de que no saliera en ese canal ni en ningún otro los doce meses siguientes. Esos cinco años, entre los treinta y cinco y los cuarenta, estuve la mayor parte del tiempo retirado de la televisión, pero no porque hubiera querido retirarme sino porque ya nadie quería ficharme y darme un programa y exponerse a los riesgos de tener a un loquito hablando suelto de sus verduras frescas, de modo que fue un retiro más bien forzado y un tanto doloroso pues yo quería volver a la televisión y realmente la extrañaba, pero no encontraba la manera de seguir sacando mi linda carita de mamón en algún canal de señal abierta o de cable o lo que fuera: quién me hubiera dicho que así como había subido tan rápido, bajaría tan de golpe, sin que nadie me reclamara ni echara en falta diciendo mis chácharas picarescas.

Entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años la suerte cambió dramáticamente y de pronto me encontré haciendo tres programas en tres países distintos, con cierto éxito recatado, ganando más o menos bien, sacándome el clavo por el despido tan cruel con el que me habían marcado a fuego años atrás, patinando a alta velocidad sobre el hielo de circos variados, haciendo piruetas, cabriolas, zigzags y volteretas, insultando a medio mundo y también a los dueños de los canales, a ver si te atreves a sacarme del aire, borracho, mafioso, cabrón, cabrón de mala entraña, y entonces me sacaban del aire y me amonestaban, pero como el público pedía más morbo, me dejaban volver a la pista y seguía con mi rutina desaforada y un tanto suicida, jugándomela suerte en cada programa virulento, estrepitoso.

Curiosamente insulté no una sino varias veces a los grandes magnates que me pagaban y los insulté en sus canales y siguieron pagándome, qué les quedaba, si me botaban iban a quedar como unos matones que vulneraban mi sagrada libertad de expresión, y además ganaban buen dinero conmigo, el circo tenía que continuar.

A los cuarenta y cinco años, todo de golpe, me enamoré de una chica que parecía mi hija o una amiga de mi hija, le pedí que tuviésemos el hijo hombre que no había podido tener y estaba desesperado por tener porque me habían dicho que mi hígado no resistiría un año más salvo que me hiciera el trasplante que no estaba dispuesto a hacerme, me despidieron de la televisión en mi país de origen (la política, siempre la política), mi novia lolita quedó embarazada para darme el hijo hombre que juiciosamente eligió ser mujer (nada que se origine en mí puede ser tan macho), y decidí proseguir "mi carrera" en televisión en un canal en el que, tres años más tarde, sigo saliendo todas las noches, sin saber si me despedirán esta semana o la siguiente. A estas alturas ya está claro que el éxito es una cosa del pasado, muy del pasado, de hace quince años o más, y sin embargo me rehúso a retirarme, necesito salir cada noche dando mis opiniones políticas como si de ellas dependiera el fin del mundo.

Son casi treinta años saliendo en televisión: qué gran ironía sería que me despidieran a punto de cumplirlos, tal vez sería la mejor manera de celebrarlos.

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