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Roma
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Roma de Cuarón ganará el Oscar. Tiene todo. Una buena historia, la de Cleo; una actuación magistral, la de Yalitza Aparicio, que le da vida; una fotografía bellísima en blanco y negro; y locaciones, música y cientos de extras que recrean la Ciudad de México de los 70.
Lenta a propósito, para procesar tantos clímax (SPOLIER): Cleo anuncia al novio que está embarazada y la abandona; lo encuentra entrenando artes marciales y la humilla y repudia; lo vuelve a encontrar como paramilitar, asesinando estudiantes en la matanza del Corpus Christi y, allí mismo, se le rompe la fuente; su niña nace muerta; la familia para la que trabaja se va de vacaciones, para enterarse de que el padre se fue con otra; Cleo, que no sabe nadar, entra al mar para rescatar a los chicos que se están ahogando; al final, abrazo y llanto de alivio en la playa.
Se critica a Cuarón por no denunciar la explotación de las indígenas como empleadas domésticas, porque la historia de Cleo es la de Libo, su nana, mixtecas ambas. Crítica mezquina. Roma sí denuncia, pero en el lenguaje sutil del cine. Para empezar, Cuarón devuelve a Cleo la voz que la marginación le quitó. La hace visible en primer plano. Luego Aparicio actúa para que Cleo conmueva por su dolor y enamore por vencer la desgracia, sin gritos, sin rabia, sin lamentos, solo con la fuerza de su alma. Eso la hace universal.
Detrás de cámaras, Libo vive ahora con Cuarón. De nana pasó a abuela querida. Con Roma, Libo y Cleo dejan de ser marginadas, irrumpen como guerreras y su silencio de postergación se convierte en un grito de esperanza. Al quererlas, nos avergüenza haberles quitado dignidad y derechos. Roma nos hace llorar, amar y pensar a partir del sentimiento. Roma remece más que cien mil palabras. Eso la hace una obra de arte.
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