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Roberto Lerner: Océanos interiores
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Les pido a unos adolescentes que escojan un lugar en la sala para pasar diez minutos solos con sus pensamientos. Me miran desconcertados. "¿Cómo que solos con nuestros pensamientos?". Cierran los ojos de mala gana, una vez ubicados. Silencio. Cambios de posición. Pequeñas trampas: algunos me miran para ver si hago algo raro, otros para observar al resto o para atisbar el celular que emite sonidos de todo tipo.
Todos convienen en que ha sido una experiencia profundamente vdesagradable, que hubieran preferido recibir un choque eléctrico. ¿Por qué es tan difícil?
Es que nuestra mente tiene hambre de estimulación. Cuando los sentidos se cierran, cuando nada de fuera nos distrae, nosotros nos convertimos en nuestra propia distracción: plazos para entregar trabajos o pagar cuentas, la percepción de nuestro (sobre) peso y lo que no hemos hecho para cambiarlo, lo que salió y lo que no, por qué estamos donde estamos y no donde podríamos estar.
Pero, si los dejamos pasar, llega un momento en que perdemos el miedo de ahogarnos en nuestro océano interior, dejamos de extrañar la estimulación de nuestros sentidos y nuestras tecnologías, y podemos flotar en una nada de tranquilidad. Además, interesantemente, al regresar, colores, sabores, texturas y sonidos nos hablan de maneras distintas al entumecimiento que tanta oferta de distracción termina produciendo.
Sí, parece pérdida de tiempo, no tiene que ver con la competitividad ni la productividad —es falso— y no se enseña en bachilleratos internacionales. Pero, como dijo Pascal, los problemas humanos derivan de nuestra incapacidad de sentarnos tranquilos solos en un cuarto.
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