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Roberto Lerner: El legado de las olas
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La vida es un conjunto de tareas y obligaciones. También placeres y gratificaciones. Procrear, producir, legar. Biología y cultura. Entre nuestros hijos y los de ellos, los bienes que acumulamos y transferimos, los orgasmos —de todo tipo, es una metáfora— que tenemos y damos, nuestras vidas transcurren, se agotan y se pierden en el recuerdo de algunos y la nada del resto.
Las huellas que dejamos son más cercanas a las inscritas en arena que a las, un poco más duraderas, que admiramos en las pirámides, Machu Picchu o la torre Eiffel. ¿Cuál es mi legado, el que me parece —opción personal, no juicio de valor— al que aspiro?
Enseñar. Nada muy importante. ¿Ecuaciones, recetas morales, trucos financieros? No es poca cosa y ayudan, pero pienso en algo diferente.
Como ingresar al mar con tu hijo o nieto. Y decirle que uno no le da la espalda. Que esa masa de agua inmensa y poderosa, como la vida, es mortal pero apasionante; también como la vida, incierta pero entendible, a la postre invencible pero un potencial aliado.
Que sus olas se pueden correr. Con humildad y valor. Que las escoges y te prestas su fuerza. Que te pueden revolcar o llevarte en su cresta en una montaña rusa de agua que te angustia y excita.
Al principio le tomas la mano y lo llevas. Aceptas que se acobarde y toleras que no quiera. Entiendes que un centímetro tenga la dimensión de un kilómetro. Dejas que se aleje un poco. No demasiado. Decides por él y lo encargas a una ola prometedora que lo lleva hasta la orilla. Donde se borran las huellas, pero se inscribe el recuerdo y la verdadera herencia.
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