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La república de Azángaro
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En una radio los conductores del noticiero se ponen en contacto con un reportero. Se encuentra en las afueras de alguno de los terminales terrestres. Se han reanudado los viajes interprovinciales. Los protocolos de seguridad incluyen, entre otras cosas, un resultado negativo a pruebas que detectan el virus.
Una voz visiblemente llena de sorpresa y rechazo nos pone al tanto de que a pocos metros de la entrada le han ofrecido y, luego de pagar 50 nuevos soles, le han dado, sin hacerle ninguna prueba, un certificado que lo presenta limpio. Tiene membrete de laboratorio, firma de un médico —realmente existente— y todas las demás formalidades.
El horror en la cabina de la radio es patente. ¿Hacer dinero falsificando algo que puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte? Es demasiado, es maldad, es una monstruosidad inconcebible, una inmoralidad desalmada. Sí, de las que emergen en tiempos de guerra y peste.
Pero, oigan, si hemos convivido, en medio de crecimientos económicos y tiempos de relativa tranquilidad, con una calle donde se falsificaba todo. Desde certificados de nacimiento, hasta títulos profesionales, pasando por DNI para niños bien que querían ingresar en discotecas.
En las inmediaciones del Ministerio Público, BCR, Reniec, Catedral de Lima, Palacio de Gobierno y otros símbolos de la legalidad y la formalidad. ¿Alguien hizo algo realmente contundente, castigó el plagio monumental, puso en vereda a los falsificadores? No, impunidad total a vista y paciencia de toda la sociedad, de quienes representan la ley y cuyos integrantes, que supuestamente la respetan, incluyendo ilustrados y educados, usaron los servicios ilegales. ¿De qué diablos nos sorprendemos?
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