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Roberto Lerner: ¿Los hombres no lloran?
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Sí, pero no tanto como las mujeres. Según estudios oftalmológicos, cinco veces menos que ellas y por lapsos dos veces más breves. Realidades biológicas y expectativas sociales —machistas— ponen fragilidad y expresión emocional intensa del lado femenino.
¿Hay algo menos heroico, viril y marcial que un varón derramando lágrimas? Ante el infortunio ellos aprietan los dientes, actúan, controlan, resuelven, enfrentan; y si la cosa pinta desesperada, arremeten y se sacrifican para admiración de la posteridad. ¿No?
Pero, ¿qué hacer con todos esos campeones homéricos llorones o los innumerables paladines medievales plañideros y —con el espíritu del Bushido y todo— los mocosos samurais? Solos o en llantinas colectivas, los adalides de antaño, prototipos de la testosterona encarnada, no parecían obsesionados con el control de los lacrimales.
El lloriqueo no estaba limitado a rituales colectivos por el compañero de armas muerto. Gimoteaban cuando las cosas no salían como querían o extrañaban a su doncella. ¿Qué pasó?
¿Será que al pasar de la convivencia en grupos en los que todos se conocían a ciudades anónimas, al separarse el espacio de lo privado del público, al consolidarse la división funcional entre mujeres —el hogar— y hombres —el trabajo—, el llanto y la expresión de la sensibilidad quedaron como obstáculos a la productividad, reprimidos por los cómitres en los espacios laborales de la revolución industrial?
Llorar en brazos amigos hace sentir bien, pero hacerlo ante personas indiferentes u hostiles hace sentir pésimo. Los últimos 150 años, el llanto masculino público no es, sencillamente, un buen negocio.
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