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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

No hay nada parecido a la felicidad cuando han sembrado en ti la angustia por ser como eres. Si solo conoces la angustia, el caos, el estrés, lo más probable es que, sin darte cuenta, acabes reproduciendo unas conductas que generen esos sentimientos en ti. No vales nada, no mereces que te quieran, eres algo mal hecho, deberías sentir vergüenza por ser así: te han dicho todo eso tantas veces que acabas por creértelo. Los que te instalaron en el pantano de la infelicidad estaban hundiéndose ellos mismos y te jalaron hacia abajo porque no veían una salida. No la vieron, no la sintieron, no creyeron merecerla. Todo era penumbra y confusión, todos estaban furiosos y lloraban y deploraban su historia, nadie estaba nunca contento de ser tal como era. Eran personas terriblemente desdichadas que se habían reunido para reproducir la infelicidad. No era el amor lo que los unía, tal cosa no era posible, no conocían el amor. Eran víctimas. Eran vidas machucadas, pisoteadas, humilladas. Eran almas en pena. No buscaban la felicidad, buscaban escapar de sus angustias familiares. No perseguían la luz, descendían a las tinieblas. Nadie era feliz, nadie merecía ser feliz, esas pretensiones eran mariconadas, engreimientos, cosas de gente frívola. No se había nacido para ser feliz, se había nacido para conocer el sufrimiento, el sacrificio, el dolor, la angustia. No era justo reírse, lo correcto era sufrir, llorar. En medio del caos y el bullicio nadie sabía quién era quién. Era la locura, la guerra. Todos eran prisioneros, todos eran enemigos, nadie podía escapar. La guerra terminaba cuando te rendías o morías. Nadie parecía dispuesto a rendirse. Todos tenían la intención de ser héroes, todos resistían, combatían, minaban las fuerzas del otro. Nadie capitulaba, nadie se rendía, cada día era una batalla despiadada más. Cuando estás en la guerra no te planteas ser feliz, lo único que importa es sobrevivir, llegar vivo a la trinchera de noche, que no te alcancen las balas. La misión era esa, solo esa: sobrevivir. Todos disparaban contra todos, no había aliados, el fuego más peligroso era el que provenía de tus espaldas, de esa trinchera de la que habías salido corriendo y gritando. Tenías que correr y gritar y disparar y matar y rezar para que no te mataran. Todos rezaban. Rezaban en varias lenguas, a gritos, fragorosamente, rezaban como si ese día fuese el último. Era la guerra, era el estrés absoluto. Nadie sabía siquiera vagamente qué cosa era la felicidad, esa era solo una palabra, era algo irreal. En medio del estrépito y el fango era idiota pronunciar esa palabra. Así fueron educados y maltratados: como soldados, como salvajes, como héroes. Todo lo que conocían era salvar el pellejo. No había pactos, lealtades, armisticios, todas las balas eran traidoras, enemigas. El instinto que conocían era ese, el del guerrero que tiene que sobrevivir. Si tienes que comer la suela de tus zapatos, comerás la suela de tus zapatos. Si tienes que comer ratas, comerás ratas. Si tienes que odiarlo todo, te odiarás. Pero no se te ocurra rendirte, desertar. No lo pienses siquiera. No puedes arrojar las armas y levantar los brazos y agitar un pañuelo blanco: eso sería el deshonor, eso sería peor que morir. Los combatientes mueren peleando, así fuimos educados, nadie se rinde carajo, firmes, atención, marchando, ¡he dicho firmes! ¿Por qué tantas vidas se confunden en el caos y se hacen daño? ¿Por qué nadie aspira a desertar, a escapar, a vivir en paz? Porque nadie sabe lo que es eso, vivir en paz. Todos han nacido en la guerra, crecido en la guerra, no conocen otra cosa que la angustia, el estrés, el sentimiento de que todo destino humano está signado por una incierta fatalidad. Todos se sienten culpables de estar vivos entre tantos muertos y malheridos. El instinto es sufrir, sufrir más, seguir sufriendo. El instinto es hacer sufrir al otro para que tu sufrimiento sea tolerable. El instinto es disparar a todas partes, a todo lo que se mueva, no hay culpables o inocentes, es la guerra, ¡dispara! Nadie sabe lo que es dormir bien, comer bien, tomarse unas vacaciones, echarse al sol. Nadie sabe lo que es dormir la siesta, sentir el amor, convocar el amor, dejar que el amor se instale en ti. No existe el amor, no puedes permitirte esos lujos, perderás la vida por creer que lo mereces. Reza y mata, reza y mata, ¡reza y mata! Y no mires atrás, no te detengas, todo es campo arrasado, atrás solo yacen los caídos. Debes resignarte a esa idea desoladora: la guerra solo acabará cuando mueras, entretanto es el caos, ¡viva el caos! En este batallón no hay nadie que se rinda, ningún desertor, todos somos héroes, todos estamos locos, todos corremos buscando afanosamente la bala perdida, el último impacto, la agonía, el estertor en el lodo, el pito zumbándote eternamente los oídos. Lo que no te mata te hace más fuerte, lo que no te mata te hace héroe, inmortal. No vales nada, no mereces sobrevivir, sin embargo sobrevives, da gracias a Dios, debe de ser que no está en Sus planes recogerte todavía. Reza y mata, reza y mata, no pienses, no mires atrás, no sientas tu respiración, no pretendas descansar. Come ratas, come ratas vivas. No te detengas a consolar a los que agonizan, morirán de todos modos, salta sobre sus cuerpos exangües, písalos, camina sobre ellos, recuerda que tu misión es llegar vivo a la trinchera más allá, salvar la vida, llegar vivo cuando caiga la noche. Ya dormirás cuando estés muerto, ahora avanza, corre, ¡dispara! Nadie llora, nadie bosteza, nadie sonríe, en el estrés de la guerra solo existen el miedo y la angustia y el odio a tu miserable destino de soldado aturdido. No pierdas la fe, soldado. Hay vida después de la guerra. Dicen que la felicidad existe más allá, a lo lejos, en territorio enemigo. Llega el rumor de que en esas tierras que aún no has hollado hay gente sin armas, gente que se tiende sobre la hierba a mirar las nubes y el sol, gente rara, quieta, en silencio, ensimismada. Dicen que la felicidad podría ser posible en una patria extranjera. Solo llegan a ella los intrépidos, los arrojados, los valientes. Solo la conocen de veras los que han sobrevivido a la guerra. No se puede disfrutar de la paz sin haber vivido en carne propia los espantosos padecimientos de la guerra. Y no cabe disfrutar de la paz si no has vivido la guerra con el mínimo coraje que esperan de ti. Compréndelo: no habrá paz para los cobardes, para los desertores, solo habrá paz para los valientes. Deja que mueran los que tienen que morir, no gastes un segundo lamentando esas muertes inevitables, olvídalas, avanza, no pierdas tiempo en esas cosas sentimentales, recuerda que tienes una misión. ¿Cuál es tu misión? Salvar la vida, sobrevivir, no permitir que los otros te destruyan. Esa es tu misión, soldado, ¡entiéndelo! Mata sin pena, mata sin miramientos, esa es la voluntad de Dios. Reza, reza en tu lengua, invoca el nombre de Dios y dispara. Y agradece al Cielo que todavía respiras. Quizás algún día, cuando cese la guerra, un puñado de valientes vivirán en paz. Ese momento no ha llegado todavía. Y no serás tú quien sobreviva y vuelva a casa y sienta el honor de una medalla en tu pecho. El primer metal entrando en tu pecho será el de esa bala que viene silbando.