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Reserva de felicidad

Hace casi 30 años unos amigos y yo decidimos irnos de campamento nada menos que a una isla en la mitad del mar. La isla, llamada San Gallán, está ubicada al oeste de la Reserva Nacional de Paracas, un poco más allá de las Islas Ballestas. Esta isla maravillosa tiene una ola del mismo nombre que está entre las mejores del Perú y que tiene poco que envidiarles a las mejores del mundo, es decir, una ola “world class”.

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Hace casi 30 años unos amigos y yo decidimos irnos de campamento nada menos que a una isla en la mitad del mar. La isla, llamada San Gallán, está ubicada al oeste de la Reserva Nacional de Paracas, un poco más allá de las Islas Ballestas. Esta isla maravillosa tiene una ola del mismo nombre que está entre las mejores del Perú y que tiene poco que envidiarles a las mejores del mundo, es decir, una ola “world class”.
Salimos de Lima un viernes por la noche en una pickup petrolera mis cinco amigos y yo. Éramos los seis apiñados entre el equipaje deportivo, los sleeping bags y las carpas. Llegamos a Paracas como a las 11:30 de la noche y, como el plan era navegar rumbo a la isla al día siguiente a las 5:00 a.m., decidimos no hospedarnos en un hotel esa noche. Considerábamos que era un desperdicio gastar la poca plata que teníamos en un alojamiento para dormir solo cuatro horas. Decidimos, entonces, dormir en la tolva de la camioneta. Tres durmieron dentro de la cabina y tres tuvimos la suerte de dormir en nuestros sleeping bags en la tolva de la camioneta.
Fue una noche que no olvido: nunca en mi vida había visto tantas estrellas, no podía dormir, me quedé contemplando la Vía Láctea y pude ver por primera vez varias estrellas fugaces. Recuerdo, era julio, habíamos partido de Lima en medio de la llovizna y humedad. Me parecía increíble haber encontrado un cielo como ese a solo tres horas de Lima. Había ido de niño a Paracas, pero nunca había dormido a la intemperie ni había tomado conciencia de ese paraíso natural.
Al día siguiente nos fuimos al ‘Chaco’. Puerto de pesca y embarcadero donde habíamos alquilado un ‘peque peque’ (botecito de pescador con motor central, lento, que suena pequepequepeque). Nos demoramos unas tres horas navegando. Cuando llegamos a la isla, asomaba una ola, derecha, de más de dos metros, tubular, cielo azul, sol y delfines. Corrimos olas con ellos, con las focas, rodeados de un ecosistema en armonía, limpio, repleto de diversidad biológica. De regreso vimos el famoso y misterioso candelabro, geoglifo inexplicable que no se borra con el paso del tiempo a pesar de los fuertes vientos. Los antiguos peruanos y piratas que recorrían el mar dibujaron este candelabro con la finalidad de orientarse en sus travesías de pesca o exploración.
Al llegar a la bahía de Paracas, el disfrute continuó. Cielo azul, sol, y 23 grados Celsius en pleno invierno. Estábamos tan contentos que decidimos invertir nuestra plata en un delicioso almuerzo en el clásico Hotel Paracas, a pesar de que luego no tendríamos ya ni siquiera para un hostal. Comimos conchas, ceviches y langostinos de primer nivel. Tomamos pisco sours y decidimos quedarnos una noche más, bajo las estrellas, durmiendo en la camioneta, con tal de repetirlo todo al día siguiente.
Actualmente Paracas es una reserva nacional protegida, que ofrece aún más. Hoteles hermosos, para todos los bolsillos, restaurantes deliciosos, incluido el gran Intimare dentro de la reserva donde se comen las mejores conchas del mundo. Deportes de aventura, paseos a las islas ballestas y demás.Esta columna es un tributo a Paracas, bahía mágica, pero sobre todo es un incentivo a viajar.
Lima es una ciudad un poco fea en invierno. Considero que viajar es una prescripción de salud mental. Hay que salir un poco de la capital, tenemos un país con muchas dificultades, pero también con muchas reservas… de felicidad.
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