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Recuerdos de mi padre
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No será fácil afrontar el 28 de julio que se avecina. Tenía 77 años y era, en sentido machadiano, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Cumplidos sus ritos de Fiestas Patrias: su escarapela, el discurso presidencial, su ocopa arequipeña, y dispuesto a escribir su artículo, la guadaña inexorable nos lo arrebató.
Mi padre llevaba, en el corazón que se le quebrara aquel 28 de julio, tan cerca el nombre “Perú” que, me pregunto si no fue una decisión suya, algo traviesa, sí, la de elegir ese día para dejar este mundo que tanto le atraía. Él, que amaba la poesía compleja y atormentada de Vallejo, materializada en un “Me moriré en París… jueves será, porque hoy jueves que proso estos versos…”. Si Vallejo murió en la forma como tuvo el recuerdo, ¿tuvo mi padre el mismo recuerdo de su postrero 28 de julio?
A mi padre le dolía el Perú, cuando tocaba, y le entusiasmaba el Perú siempre. En las duras y las maduras. La historia del Perú, la campiña arequipeña, la honestidad intelectual y los principios sagrados de la democracia y del orden constitucional inoculados en vena, de la mano de su padre, Carlos, mi abuelo, constituyente del Perú, fueron sus puntos de referencia vitales; motivo de sus arrebatos pasionales, de su investigación histórica; de su preocupación jurídica. Y también de sus inquietudes poéticas. Porque si algo fue Enrique Chirinos Soto, mi padre, fue un hombre ilustrado, en el sentido más profundo de la expresión.
Me pregunto, ahora, desde mi desvalida orfandad, si fue más poeta que jurista; más cronista que político; mejor ajedrecista que orador. Fue él, simplemente. Genial, polémico e irrepetible. Hay que partir de estas premisas para invocar sus argumentos.
Feliz 28 de julio, que, juzgo, tanto requiere de mentes probas y lúcidas, como la suya.
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