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Que no nos pase lo de Chile
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Chile lleva ya más de tres semanas sobreviviendo a una gravísima crisis política y social. Desde el viernes 18 de octubre, saqueos, incendios, enfrentamientos son pan de cada día. El germen se activó hace poco más de un mes, el 6 de octubre, cuando subieron los pasajes del metro, pero el problema trasciende el precio del transporte masivo y cala hondamente en la sociedad del vecino latinoamericano al que la mayoría de los economistas del continente admiraba.
Al margen de los ataques violentos e inopinados a distintos barrios de las principales ciudades de ese país, a establecimientos públicos y privados, hay marchas multitudinarias, en las que la gente pide cambio de Constitución y la salida del presidente Sebastián Piñera. Pero dos días antes de que incendiaran, sincronizadamente, 20 estaciones del metro, Chile era un lugar apacible, organizado y funcional.
La pregunta es ¿qué pasó y cómo llegaron los chilenos a esta situación sin que sus autoridades se dieran cuenta de lo que se les venía? Leo a decenas de analistas chilenos haciendo esfuerzos para explicar la violencia y la sincronía con la que actúan algunos manifestantes; buscando explicaciones en la desigualdad –que no es mayor a la que se vive en la mayoría de países de América del Sur– y en el alto costo de vida. Y afirmando que se trata de un movimiento que se caracteriza por la ausencia de líderes y la participación de gente de todos los niveles sociales.
Realmente, ¿existe la posibilidad de que los ataques sincronizados a las estaciones del metro, a los supermercados, a los centros comerciales, a los barrios residenciales sean acciones espontáneas?
No lo creo. Creo que al margen de que haya mucha gente que se suma a la protesta porque hay desigualdad y una frustración derivada del exceso de expectativas respecto a la posición de su país en la economía mundial, se está produciendo en Chile una insurgencia anarquista que podría ser aprovechada por la extrema izquierda de ese país. Y pienso que esta insurrección sí tiene líderes, pero que ni las autoridades ni los analistas los conocen.
Me atrevo a asegurar que el sistema de Inteligencia chileno falló, y que no estuvo a la altura de las circunstancias porque no fue capaz de hacer, realmente, un trabajo predictivo.
Seguramente han fallado, además, decenas de visiones y de políticas públicas en el vecino país, pero la Inteligencia chilena brilló por su ausencia, nunca identificó a los dirigentes y sus posibles vínculos internacionales, nunca alertó sobre lo que se venía.
En la última encuesta de Datum que Perú21 está publicando en estos días, 47% de peruanos dice que cree probable que en nuestro país se produzca una situación como la de Chile. La cifra es alarmante. ¿Conocen nuestras actuales autoridades el verdadero nivel de organización de la extrema izquierda en nuestro país? ¿El sistema de Inteligencia en el Perú está en la capacidad de identificar a sus líderes?
¿Algunos de ellos podrán camuflarse entre los partidos que presentarán listas en las próximas elecciones?
La semana anterior, un reportaje de televisión obligó al jefe de la Dirección de Inteligencia del Ministerio del Interior a renunciar a su puesto. El oficial fue seguido y grabado por policías de su misma dependencia cuando usaba un auto y un chofer para proteger la seguridad de su esposa y su hijo.
¿Un jefe de Inteligencia que identifica y detiene delincuentes de distintas calañas está prohibido de proteger a su familia? ¿Qué intrigas se perfilan en la Digimin? ¿Cómo es que un oficial de menor rango puede mandar policías especializados a seguir y grabar a su jefe? ¿Quién corre con esos gastos?
Y mientras eso ocurre, ¿quién está identificando a los enemigos de la sociedad y del Estado?
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