La República de Ragusa. (Getty)
La República de Ragusa. (Getty)

Escribo desde Cavtat, un pintoresco lugar de la costa del Adriático, a una veintena de kilómetros de Dubrovnik, donde, cuando salga a la luz esta columna, me encontraré participando en la conferencia sobre tendencias y problemas de la economía mundial que cada año organiza el Banco Central de Croacia, y a la que en esta ocasión también asiste el presidente del BCRP, Julio Velarde. La primera edición tuvo lugar en 1995, por lo que este año la conferencia celebra sus bodas de plata.

La historia de Dubrovnik arranca en este pueblecito de Cavtat, pues aquí los griegos fundaron, en el siglo VI a. C., una ciudad a la que llamaron Epidaurus, que fue destruida por los bárbaros en el siglo VII de nuestra era; su población huyó hacia el norte fundando la ciudad de Dubrovnik.

Tengo la fortuna de haber asistido todos los años y, como siempre se celebra en junio, soy testigo de la evolución de las condiciones de vida en esta joya arquitectónica que se asienta en una pequeña península al sur de la costa croata, en la frontera con Bosnia y Montenegro, países que, desde 1918 a 1991, formaron parte de Yugoslavia junto con Serbia, Eslovenia, Macedonia y Kosovo.

La República de Ragusa, pues ese era el nombre oficial de Dubrovnik, se inicia en el siglo VII, y fue una de varias ciudades-estado del Mediterráneo, tan longeva como la Serenísima República de Venecia, pues sobrevivió como tal hasta la ocupación napoleónica en 1806. Abarcaba un pequeño territorio de unos 80 km de costa y varias islas. Era un Estado de soberanía limitada porque siempre estuvo sujeto al vasallaje de alguno de los imperios de la zona, cronológicamente: Bizancio, Venecia, Hungría, el Imperio otomano, y luego el austrohúngaro. Fue un país próspero, con una economía vertebrada en el comercio internacional –sobre todo entre Asia Menor y la Europa mediterránea–, la marina mercante y la diplomacia. Alcanzó su apogeo en los siglos XV y XVI bajo la protección del Imperio otomano, al que pagaba un tributo anual, lo que le permitía gozar de la franquicia –a veces exclusiva– para intermediar en el comercio entre los reinos cristianos y los musulmanes, privilegio que fue perdiendo valor cuando se desarrollaron las rutas de comercio del Atlántico y la navegación hacia el este por el cabo de Buena Esperanza.

Hoy la ciudad de Dubrovnik es un polo turístico de alto vuelo, en cambio, en junio de 1995 no había un solo turista y el panorama era desolador.

Dubrovnik sufrió como pocas ciudades los excesos de la violenta desintegración de Yugoslavia. Los únicos inquilinos de los hoteles en 1995 eran refugiados alojados por el Estado. A la vista estaban los impactos, en tejados y monumentos, que dejó el bombardeo de la aviación montenegrina en 1991. La ciudad seguía en estado de sitio, víctima de ataques esporádicos de fuerzas irregulares que operaban desde enclaves serbios de la vecina Bosnia. De hecho, un grupo de asistentes a la conferencia de 1995 tuvo que correr a un refugio por un bombardeo cuando esperaban el avión de regreso.

Hoy, ya en junio, Dubrovnik está repleto de turistas, con los precios por las nubes y eso que la temporada apenas empieza.

TAGS RELACIONADOS