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Para crecer hay que cerrar dos brechas

“La cacareada brecha de infraestructura, que con tanta insistencia pregonan los lobbies, no se cierra subiendo el presupuesto para inversión pública si antes no se cierra la brecha de honestidad”.

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Buscando culpables de la ralentización del crecimiento de la economía, salta a la vista el despilfarro de recursos públicos en malas inversiones a costos inflados. Lo urgente y prioritario –como la carretera Central o el agua potable y saneamiento de viviendas, por poner un par de ejemplos– se dejaba de lado para favorecer costosísimos megaproyectos de dudosa utilidad y hasta inútiles, como el Gasoducto del Sur o la nueva Refinería de Talara, entre otros, arrastrados desde fuera a la cartera de inversiones públicas por poderosos intereses.
La acumulación de capital, físico y humano, es variable clave para hacer crecer a cualquier economía. Por capital entendemos aquí tanto la infraestructura (carreteras, telecomunicaciones, puertos, redes de abastecimiento de agua, etc.) como la planta y equipo de las empresas privadas y la dotación y cualificación de la fuerza laboral. Año tras año, las buenas inversiones añaden fuerza productiva a la economía y dinamizan su crecimiento.
Para los empresarios que operan en mercados competitivos no hay garantía de rentabilidad, por eso tienden a ser cuidadosos con las inversiones en que arriesgan su dinero, aunque, incluso así, tienen que estar preparados para asumir pérdidas si las hay. La rentabilidad esperada es recompensa por el riesgo incurrido. Con el dinero público, empero, es otro cantar. En los países con instituciones avanzadas hay procesos y contrapesos para que no se malgasten los recursos en malas inversiones. En los subdesarrollados, en cambio, la que manda es “doña coima”, que es quien moviliza las inversiones públicas que luego se venden a la opinión pública como imprescindibles para “cerrar la brecha de infraestructura”.
Recientemente han regresado a los titulares las coimas del fallido Gasoducto del Sur. Un “Project Finance Chicha”, como lo bauticé en una columna hace tres años. Más que un proyecto de inversión era un bodrio grotesco. Un solo factor explicaba por qué la concesionaria (un consorcio liderado por Odebrecht) llevaría a cabo la milmillonaria inversión: Electroperú le aseguraba al consorcio un ingreso mínimo diario equivalente a la compra de 500 millones de pies cúbicos de gas diarios, hubiera o no hubiera compra, se transportara o no dicho gas, hubiera o no hubiera reservas suficientes de gas. Al precio del gas de entonces, la prebenda representaba alrededor de 1.4 millones de dólares diarios, es decir unos 500 millones por año o 15 mil millones de dólares en treinta años. ¿Incentivos para vender y transportar gas? Ninguno ¿Riesgo? Cero. Solo poner la mano.
Como explicó Manuel Romero, en varios artículos de Gestión, ni había suficiente gas para suministrar a ambos, Lima y el sur, ni demanda de gas en firme más allá de expresiones de interés; lo único seguro era la caja paganini de Electroperú, es decir el bolsillo del usuario eléctrico, o sea usted, a quien ya le venían cobrando una sobretasa incluso desde antes de mover tierras.
La cacareada brecha de infraestructura, que con tanta insistencia pregonan los lobbies, no se cierra subiendo el presupuesto para inversión pública si antes no se cierra la brecha de honestidad.