(Foto: Pixabay)
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Imaginemos un rompecabezas de 3,000 piezas. Hay muchas personas que enfrentan la tarea de armarlo con empeño, decisión y fruición. Ante el caos de esas formas desparramadas sobre una superficie, podríamos pensar que un sortilegio como “hágase el orden”, seguido de un milagroso resultado, sería bienvenido. De ninguna manera, por lo menos no para quienes acertijos, enigmas, crucigramas y laberintos, son un pasatiempo.

Es que no es un asunto de resultado placentero solamente. La tarea frente a la superficie, digamos una mesa sobre la cual reina el desorden inicial, es un proceso y tiene mucho más que ver con goce. Combina tensión y distensión, método e inspiración, encanto y desencanto, habilidades puestas a prueba, táctica y estrategia, pequeños triunfos y no pocas derrotas, minutos que se estiran y horas que se encogen. De eso hay, no siempre, a veces, en un escritorio, en un altar o en un lecho.

¿Será que el goce, que ocurre en una suerte de frontera entre lo íntimo y lo externo, lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo, está cada vez más alejado de lo cotidiano y los espacios en los que se desenvuelve? Tanto en lo que se refiere al trabajo, lo interpersonal, la política o la diversión.

Quizá hacerlo todo para que quede registrado, en nombre de un futuro recuerdo, una actividad perdida para siempre si no consta en un selfie, no puede, como vivencia y experiencia, ir más allá del momento, de un supuesto final apoteósico. Pero termina siendo murmullo entre un torrente incesante de murmullos, un tsunami de notiverdades, un alud de magirecetas y un torbellino de explicanoias.

Se acabaron los misterios, las complejas búsquedas para aclararlos, los debates que muestran matices y perspectivas para entender contextos e historias. Solo queda una verdad final inapelable y la respuesta emocional —aceptación intensamente placentera o rechazo profundamente doloroso—, que produce. El problema, lo vemos todos los días, es que no queda lugar para la acción reflexiva sobre la realidad.

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