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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Trama el orden en que presentará los videos y las cosas que dirá, comentándolos. Ese es su trabajo: hablar de las noticias políticas o las noticias en general.

Al caer la tarde se despide de su esposa y maneja una hora hasta el estudio. Tras pasar los controles de seguridad, se acomoda en el cuarto de edición, junto con un editor competente, para seleccionar cada noticia, cada corte, cada fragmento que irá a salir al aire. Es un trabajo delicado que requiere absoluta concentración y oído fino para el humor. Lo que se busca, más que informar, es entretener, es decir que las noticias tengan un punto de humor, de chifladura, de esperpento. Lo que se busca no es lo obvio, lo que ya salió en las noticias de la tarde en los otros canales, sino lo que vuela bajo el radar. El propósito general de la edición, y del programa, y tal vez de la vida del periodista, es contar las cosas de un modo que resulte mínimamente divertido y en ningún caso aburrido. No siempre lo consigue, pero es lo que intenta.

Una hora después se deja maquillar por una mujer honorable con la que al final reza, los ojos cerrados. Faltando quince minutos para el programa, un hombre entra al camerino y le coloca el micrófono. Ambos están a dieta y comentan el tamaño de sus barrigas. Enseguida el periodista camina al estudio, saluda a los camarógrafos y da la bienvenida a la invitada, una artista famosa. El plan es simple y suele ser eficaz: los primeros veinte minutos el periodista hablará de la actualidad y pasará la línea de videos editados y, luego de una tanda de publicidad, entrevistará por otros veinte minutos a la artista. La artista y su comitiva entienden que deben esperar pacientemente a la primera pausa comercial para que ella pase y sea su turno. Pero primero el periodista comentará la actualidad política.

Todo está bien hasta que comienza el programa. No hay más de doce personas en el estudio, contando el público raleado de un lunes, el personal técnico y la artista y su comitiva, que no saben adónde se han metido. El periodista saluda, anuncia la primera noticia y mira el monitor, esperando a que aparezca el video. Pero el video no aparece. Preservando el aplomo, prosigue la espera sin resultados satisfactorios. La coordinadora de piso, que lleva unos audífonos que la conectan con la sala de control, le hace señas, dejándole saber que hay problemas técnicos. No está el video, dice la señora, con gestos enfáticos. El periodista lo toma con calma y comprende que debe hablar un momento hasta que se resuelva el problema técnico. Habla un minuto, dos minutos, aún no hay señales de que el asunto esté resuelto, por las dudas anuncia el siguiente video, pero la coordinadora le dice a gritos que no hay ningún video disponible, que se ha caído el servidor, el sistema. Luego le ordena que hable y hable, que llene el silencio y se las arregle solo para cargar de palabras improvisadas esos primeros minutos accidentados. Tres décadas de televisión en vivo han educado al periodista en las ventajas de mantener la calma y el aire risueño siempre, en cualquier caso, aun en las peores circunstancias. Y esta parece ser la peor circunstancia: está piloteando de noche, todos los controles se han apagado, el plan de vuelo ha abortado y hay que encontrar la manera de aterrizar sin demasiada brusquedad.

Sin saber cómo llenar veinte minutos hablando improvisadamente de unas noticias que no puede ilustrar con imágenes, y aturdido por el aire caótico que ha invadido el estudio, el periodista comprende que debe ir a la publicidad y ganar unos minutos valiosos que con suerte le permitan disponer luego de los videos perdidos. Durante el corte, espera a que le digan que el problema técnico ha sido resuelto. Pero no se lo dicen. Más bien le informan que el sistema sigue colapsado y todos los videos se han borrado. De pronto, nervioso, el periodista ruega a la artista que pase y se aliste para la entrevista. Con rostro de estupor, oliendo el peligro, intuyendo que se ha metido en la boca del lobo, la señora accede y, al parecer, lo salva de la catástrofe. Apenas se reanuda el programa, conversan como si nada malo hubiera pasado. Pero él está tocado por la contrariedad y eso impregna sus preguntas. Por ejemplo, y para comenzar, le pregunta a la señora su edad. La artista se niega a responder. Él pregunta si tiene hijos. La mujer responde, ajena a cualquier entusiasmo, que es madre de tres hijos. Buscando la confrontación, él pregunta cómo se llaman y qué edades tienen. La señora dice los nombres pero no las edades. Él insiste en que quiere saber las edades. La artista se ofusca y se niega a decir cuántos años tienen sus hijos, alegando que si dice la edad del mayor quedará en evidencia su edad, algo que ella no quiere contar, prefiere encubrir. No puede ser que el programa se tuerza de esta manera absurda, piensa él, y luego le pregunta si sigue enamorada del torero. La artista, claramente incómoda por las preguntas de índole personal, dice que ella está allí para hablar de su música, de su concierto, no de su vida privada. Él se resiente y alega que en el programa se habla libremente de todo y, frustrado, insidioso, dice que es absurdo no decir las edades de los hijos que uno tiene y que es igualmente absurdo tener tres hijos con un torero y decir que uno repudia la fiesta de los toros. De pronto, y en cosa de pocos minutos, la charla se ha tornado agria, el aire se ha enrarecido y lo que prometía ser un intercambio cordial es ahora una confrontación filuda de dos vanidades inflamadas: ella no quiere hablar de su vida personal y él solo quiere hablar de lo que ella no quiere hablar. Hasta que la mujer se harta de las impertinencias del anfitrión y le dice: Yo no tengo la culpa de que te hayan fallado los videos, no es justo que te descargues conmigo. Es un momento de puro morbo y cruda miseria humana. Todo se parece a un accidente en cadena en la carretera. Nadie saldrá ileso del estudio esa noche.

En el corte comercial, la artista y su comitiva se marchan con la certeza de que fue un error acudir al programa. Entretanto, el periodista piensa que fue un error invitar a la artista y, sobre todo, que es un error seguir trabajando en ese canal donde fallan las cosas más elementales que no deberían fallar. Esto no puede ser casualidad, es un sabotaje, se dice a sí mismo. Seguramente son los sicarios e infiltrados del canal de la competencia, que borraron todos los videos para dejarme en situación bochornosa ante el público. Renuncio, anunciaré mi renuncia apenas volvamos de la publicidad, piensa, indignado. Pero un minuto antes de volver al aire le comunican que ya están los videos. Renunciaré mañana, piensa, y le vuelve el alma al cuerpo y presenta los videos y se anima comentándolos y olvida el mal rato con la artista de las edades secretas.

Al final del programa se acercan los técnicos y presentan sus excusas y culpan del fallo a las máquinas del canal, que al parecer se han averiado por una tormenta reciente. El periodista finge que todo está bien pero sospecha que una mano aviesa ha querido estropear su trabajo. Renunciaré mañana, se repliega, y sonríe y agradece y hace gala de exquisita cortesía, como si nada hubiera pasado.

Llegando a casa, le cuenta el caos a su esposa y se acalora y promete que la venganza será terrible y ella le pide que se calme y él siente un dolor en el pecho y cree que le va a dar un infarto y corre al baño a tomar sus calmantes. No debería morirme por un problema técnico en la televisión, piensa, y se tranquiliza.

A las ocho en punto de la mañana le hacen llegar a su correo electrónico las planillas de medición de la audiencia. Asombrado, se entera de que la entrevista ha marcado un puntaje desusadamente alto, el récord en lo que va del año, y los videos políticos, en cambio, un puntaje bastante más bajo, discreto. Lo que planeo fracasa y lo que improviso tiene éxito, piensa, desolado. Luego lee un correo del gerente del canal: Lo que el público espera de ti es que te pelees con todo el mundo, eso es lo que le gusta a la gente. Estoy perdido, piensa, y busca una pastilla.