Alberto Fujimori. (Foto: Captura de video)
Alberto Fujimori. (Foto: Captura de video)

El plan era simple: encontrarme con Mariela en el Jockey Plaza, ir a almorzar en el restaurante del que tanto me había hablado, luego caminar un poco hasta que empiece la película y, después, mucho después, en la puerta de su departamento, esperar a que me pregunte si no gusto tomar una tacita de café y yo, ¿no será mucha molestia? Y ella, no, claro que no, pasa, por favor y yo, después de ti.

Habíamos quedado en vernos a la 1 p.m., al pie de la escalera, en plena rotonda externa del centro comercial. Llegué faltando diez minutos y decidí ir mirando los escaparates de las tiendas alrededor. Orillé la pileta que tenía pequeñas cascadas que brillaban por el reflejo del sol, cuando un barullo creciente me jaló la mirada. Un grupo de gente empezó a arremolinarse en torno a un recién llegado. Estiré mi cuello e incliné mi cabeza hacia adelante, como una jirafa curiosa, para tratar de distinguir quién era el susodicho. Sin embargo, las personas que lo rodeaban solo me permitían ver retazos de él.

Grande, gigantesca fue mi sorpresa cuando, por fin, estuve cerca y pude reconocer que el hombre en cuestión era: el chino, el presidente, el dictador, el prófugo, el candidato a senador japonés, el extraditado, el encarcelado, el enjuiciado, el condenado y el recientemente indultado Alberto Fujimori Fujimori. ¿Y quién estaba a su lado, radiante, feliz de la vida, tomándose una foto con él? Pues, Mariela. Luego de despedirse de Fujimori con reiteradas reverencias, caminó hasta mí, visiblemente emocionada, y me saludó con un beso en la mejilla.

—Caramba —le dije— pareces una fan enamorada.

—No seas tonto —me dijo— nada de eso. Pero sí debo admitir que estoy un poco nerviosa. No todos los días te encuentras con el mejor presidente que ha tenido el Perú.

Alcé mis cejas, abrí mis ojos y, de golpe, solté el aire haciendo un sonido breve, como un reproche mudo. No fue sutil y Mariela, que si fuera antena captaría todos los canales, pescó mi gesto.

—No me digas que eres uno de esos que odia a Fujimori.

—¿Odiarlo? No. No llego a tanto.

—Pero claramente tampoco te simpatiza.

—No, para nada.

Mariela me lanzó la misma mirada que la de un padre aliancista al descubrir que su hijo es de la ‘U’. Procuró que su rostro no se desencajara, pero no tuvo éxito.

—¿No le reconoces ningún mérito?

—Bueno, es verdad que recibió el país en crisis. Y tiene su mérito por sentar las bases de la economía, pero…

—Y derrotó al terrorismo.

—Mmm, digamos que dentro de su gobierno se derrotó al terrorismo, aunque más bien fue el trabajo aislado de un grupo de policías. Recuerda que…

—No te he pedido detalles —me dijo—. Solo te he dicho que derrotó al terrorismo.

—Bueno, es una manera de verlo.

—¿Acaso hay otra manera? —me preguntó, creo yo, con total sinceridad.

—Mira, cada quien con sus ideas —le dije tratando de enfriar las cosas.

—Claro, cada quien con sus ideas —me dijo en un tonito aparentemente conciliador, pero este duró un par segundos—, solo que no logro entender las tuyas.

—Te lo resumo así. Fujimori tuvo aciertos, sobre todo en la visión de la economía, pero, ¿qué me dices del autoritarismo, la corrupción generalizada, los derechos humanos?

—¿Los derechos humanos?

—Sí, los derechos humanos.

—¿Los derechos humanos de quiénes? —me preguntó y, sin esperar respuesta, agregó—. Uy, no me digas que…

—¿Que qué? —le pregunté mientras empezaba a sentir que la tacita de café se alejaba cada vez más.

—No me digas que eres un caviar.

—¿Un caviar? —le repetí como quien gana tiempo para una respuesta ingeniosa—. No, no soy un caviar. Igual no puedo serlo. El sueldo no me alcanza.

Mariela lanzó una sonrisa y fue como si un aire fresco hubiera golpeado mi rostro.

—Hablas tonterías, ¿no? —me dijo sin dejar de sonreír y el café volvió a aparecer en el horizonte.

—No nos vamos a pelear por la política. Ni los políticos se pelean entre ellos.

Le ofrecí mi mano abierta y ella acurrucó la suya dentro. Luego la miré directo a los ojos y su rostro se ruborizó. Entonces, dimos los primeros pasos tomados de la mano, pero enseguida comprendí, empavorecido, que nos dirigíamos otra vez hacia Fujimori, quien seguía recibiendo saludos y arengas. Es decir, nos encontrábamos en el temido rumbo de colisión.

—¿Y si mejor vamos por el otro lado? —le pregunté.

—No —me respondió—. El restaurante está por ahí.

Fue inevitable. Éramos como el Titanic yendo, directo y sin escalas, hacia la zona del iceberg del mal. Y así ocurrió. Todavía de la mano, arribamos cuando Fujimori estaba respondiendo a un medio televisivo. Apenas estuvimos lo suficientemente cerca como para escucharlo con claridad, Mariela se detuvo y, aunque yo traté de jalarla para seguir nuestro camino, nuestro rumbo, nuestra vida entera, no pude, ni siquiera logré moverla un centímetro, como si de golpe sus pies se hubieran vuelto de concreto.

Entonces, mientras ella miraba embelesada a Fujimori, este, ante una interrogante respecto a Vladimiro Montesinos, afirmó que, en buena cuenta, todos cometen errores.

¿Errores? Pues sí. Para Fujimori, su exasesor, su ex mano derecha, solo se había equivocado. De súbito, como por arte de magia, de magia negra, los innumerables delitos y crímenes de Montesinos —corrupción, desaparición forzada, homicidio calificado, lavado de activos, tráfico de armas, entre otros— se habían convertido, en la retórica del compadrazgo, y gracias al guiño del viejo compañero de andanzas, en pequeños errores, leves desaciertos, si acaso, inocuas y piadosas travesuras.

—¿Te parece bien lo que dijo sobre Montesinos? —le pregunté a Mariela.

—Sí, es un decir nomás.

Luego seguimos caminando hasta llegar al restaurante. Al inicio del almuerzo, hubo algunos llamativos silencios. Sin embargo, conforme avanzaba la hora, nuestro intercambio de ideas políticas fue quedando en el olvido. Así las cosas, salimos del cine de lo más distendidos y de muy buen humor. Caminamos hasta salir del centro comercial y, recién varias cuadras más allá, pedimos un taxi. Llegamos hasta la puerta de su departamento. Di una rápida mirada arriba y vi que la luna estaba llena. Parecía una buena señal. Cuando bajé la vista me topé con los ojos de Mariela y no me volví a mover. Y entonces sucedió. “¿No gustas pasar a tomar una tacita de café? —me preguntó, pasando la mano por sus cabellos, y yo, un tonto redomado, una bestia total, no pude contenerme, y yendo contra mí mismo, le respondí con una queja disfrazada de pregunta, con un reclamo absurdo, tardío e inoportuno: ¿En verdad crees que está bien lo que dijo sobre Montesinos?

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