"Soto acusa el golpe y pierde la chispa en su rostro. Vuelve a tomar asiento y mira primero a Richard y luego mantiene su mirada en Acuña".
"Soto acusa el golpe y pierde la chispa en su rostro. Vuelve a tomar asiento y mira primero a Richard y luego mantiene su mirada en Acuña".

Richard Acuña llega intranquilo a la residencia de su padre. Sus facciones lucen agravadas y en su cabeza no cesa de dar vueltas la voz seca, cortante con la que César Acuña, líder de Alianza para el Progreso, lo había convocado. Mientras ingresa con su auto y espera a que el chofer le abra la puerta, repasa los últimos días en su mente. Recupera cierto aplomo al convencerse de que no había hecho nada cuestionable, al menos nada que su padre le pueda objetar. La molestia paterna, da por descontado, es con alguien más. ¿Y entonces? ¿Por qué lo estaba llamando? ¿Por qué otra vez esa molestia imposible de ubicar en el estómago?

Golpea una, dos, tres veces la puerta del estudio hasta que Acuña le admite el ingreso. No hace contacto visual con su padre porque este tiene la mirada sumergida entre las hojas de un periódico, en particular, en un titular: “Presidente del Congreso, Alejandro Soto, sigue sin responder sobre serias denuncias en su contra”. Ni bien Richard se sienta, Acuña lo mira, por fin, a los ojos. Luego, voltea el diario y le muestra la noticia que acaba de ver.

¿Qué me dices de esto? —pregunta a su hijo.

Richard se acerca. Lo suficiente como para leer con nitidez el titular.

—No sé, pa. ¿Qué quieres que te diga?

Acuña retira el diario de la vista de su hijo. Murmura algo ininteligible y queda en silencio. Richard piensa: Carajo, otra vez problemas con Soto. No va a parar hasta echarme la culpa. Hasta que le dé algún tipo de solución.

—¿Qué quiero que me digas? —se pregunta Acuña—. Quiero que me digas qué diablos vas a hacer para solucionar esto.

-Pero pa, acuérdate que yo no tengo nada que ver. Es más, hasta donde recuerdo yo te dije que no pongas a Soto como candidato al Congreso.

—Richard, hijo.

Richard se prepara para uno de los arrebatos de su padre. Ese “Richard, hijo” nunca le ha anunciado nada bueno.

—Dime.

—¿Yo te he preguntado si la idea fue tuya?

—No, porque la idea no fue mía. Fue tuya.

Acuña se pone la mano en el pecho. Parece que le falta el aire.

—Richard, hijo. ¿Qué pasa? ¿Acaso estoy hablando otro idioma?

—Imposible, pa. Tú no hablas otro idioma. Apenas si hablas este.

—A ver —dice Acuña, alzando las dos manos, como iniciando una plegaria al cielo.

Voy a olvidarme de todas las tonterías que me acabas de decir—. Richard lo mira. No puede contener una leve sonrisa.

—Yo sé lo que quieres, pá.

—¿Lo sabes?

—Quieres saber cómo podemos resolver el problema de Soto.

—Exacto. Algo se podrá hacer. No quiero que nos pase lo del año pasado con Lady. La pobre apenas duró un mes.

—Sí, pero fue algo distinto. Nos pusieron un topo y se filtró ese audio donde le ordenabas cosas como si fueras su jefe.

—No me hagas acordar.

—Al toque todos dijeron que tú eras el verdadero presidente del Congreso y la censuraron.

—Eso no nos va a pasar de nuevo —dice Acuña—. Así que hay que pensar cómo podemos ayudar a Soto.

—La cosa está difícil. Ahora la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía lo están investigando.

—¿Sabes qué? Hay que discutir esto con el mismo Soto.

—¿Tú crees?

—Claro, es lo mejor.

Media hora después, precedido por un concierto de sirenas y una caravana de motos y vehículos de seguridad, arriba Alejandro Soto, el presidente del Congreso. Con una amplia sonrisa, ingresa al estudio donde Richard y Acuña, con cara de pocos amigos, lo están esperando.

—Señores, buenas tardes —dice Soto, sin bajar ni un punto su ánimo.

Luego de la ceremonia de los saludos, y sin pérdida de tiempo, Acuña, tal como lo había hecho con su hijo, le enrostra a Soto el titular del diario.

—Uy, eso no es nada —dice Soto, todavía sonriente—. Tengo titulares peores.

—Te veo muy tranquilo, Alejandro —interviene Acuña.

—Quizá demasiado —agregó Richard.

Soto se pone de pie y empieza a dar pasos frente a padre e hijo. Parece que estuviera haciendo equilibrio sobre una cuerda imaginaria.

—A nadie le gusta ser atacado por la prensa, pero ya sabíamos que iba a pasar algo así. Por eso yo sigo tranquilo. Que digan lo que quieran. Total, yo no voy a renunciar.

Acuña mira a Richard y este, a su vez, observa a Soto.

—Mira, Alejandro. Nosotros sabíamos que tenías algunas denuncias, como todo el mundo. Pero hay cosas que desconocíamos. Por ejemplo, esta acusación donde le pides dinero a tus trabajadores para pagar publicidad en las redes.

—Bueno —responde Soto—. Es un apoyo natural. Después de todo, ellos dependen de mí. Además, dejémonos de cosas. Todos los demás congresistas lo hacen.

—Pero ya no eres un congresista más —dice Richard.

—Eso lo sé muy bien —responde Soto—. Ahora soy el presidente del Congreso.

—No —le corrige Acuña—. Eres nuestro presidente del Congreso.

Soto acusa el golpe y pierde la chispa en su rostro. Vuelve a tomar asiento y mira primero a Richard y luego mantiene su mirada en Acuña.

—¿Qué es lo que quieren que haga?

—Lo que sea para que no te saquen del cargo —dice Acuña.

—¿Y eso exactamente qué significa? —pregunta Soto.

—Mira, Alejandro. Está claro que ni a Fuerza Popular ni a Perú Libre le conviene que dejes el cargo porque si tú caes, también caen los otros miembros de la Mesa Directiva.

—Eso mismo pienso yo —dice Soto.

—Pero, aunque eso sea cierto. Todo tiene un límite y nada es cien por ciento seguro. Tienes que mostrarte más humilde, más perfil bajo.

—Exacto —dice Acuña—. Tienes que cambiar. Tienes que dar un giro de 360 grados.

—Aunque basta con uno de 180 —agrega Richard.

En ese instante, ingresa un mozo. Sobre una bandeja, trae una botella de vino y tres copas. Luego de hacer una breve, pero sustanciosa descripción de la bebida, la sirve y se retira. Los tres hombres alzan sus copas, chocan los vidrios y hacen un “salud”. Tras varios minutos más, Soto anuncia que debe despedirse.

Una vez solos, Richard pregunta.

—¿Y qué piensas, pa? ¿Tú crees que Soto resista?

—Bueno, si hacemos un análisis completo del contexto político actual y de los antecedentes inmediatos, te puedo asegurar que Soto tiene dos opciones: O resiste o no resiste.

Richard mueve la cabeza de un lado a otro, como si la estuviera meciendo.

—A veces me sorprendes, pa.

—¿Sí?

—Sí, y a veces, no.