Luis Barranzuela
Luis Barranzuela

Desde la mampara de vidrio templado, Luis Barranzuela miraba, satisfecho, el jardín de su casa. Ahí contempló la mesa larga, rectangular, vestida de mantel color marfil, donde reposaban las ollas de barro que contienen el bufet criollo. A un lado, las sillas plegables, el equipo musical y el nutrido bar instalado para la ocasión completaban la imagen. Todo listo para celebrar el Día de la Canción Criolla. ¿Quién podría cuestionarlo? Después de todo, un hombre de Estado como él merecía relajarse, despercudirse de las formas acartonadas de la alta política.

Una hora más tarde, la reunión estaba en plena efervescencia. Los mozos se multiplicaban, llevando, recogiendo y equilibrando sobre sus azafates, platos, vasos y botellas. El barman trataba de explicarle a un invitado las bondades del pisco acholado, mientras que la señora del bufet, impregnada del olor de las viandas, miraba y sopesaba las ollas, preguntándose si serían suficientes. Los parlantes, repartidos entre la sala y el jardín, arrojaban el sonido seco del cajón, el punteo enrevesado de la guitarra y, entre ellos, –¡oiga!– el guapeo del maestro Avilés.

En un rincón del jardín, tapados por algunas parejas bailando, Barranzuela y Guillermo Bermejo departían y brindaban. Luego de haber hablado largo rato de Cerrón, de los entresijos de Perú Libre y de las facciones reales e imaginarias en el Ejecutivo, ambos enmudecieron. “Hermano”, dijo Barranzuela, retomando la conversación y sonriéndole a Bermejo, “lo que es la vida, ¿no? Quién nos viera y quién nos ve”. Bermejo, sin dejar de sonreír, asintió. “Tú, congresista y yo, ministro”, continuó Barranzuela y, alzando el vaso que llevaba, agregó: “Viva el Perú, carajo”.

Estaban ya haciendo planes no solo para manejar el sector Interior, sino para gobernar todo el país, y luego toda la región, cuando, de pronto, el edecán del ministro apareció y se cuadró frente a ambos. Se le veía pálido, como si la sangre hubiese abandonado su rostro.

–¿Qué pasa? –preguntó Barranzuela–.

El edecán respiró hondo y, luego de unos segundos más, habló.

–Con la novedad, señor ministro, de que la prensa está afuera de la casa. Ya saben lo de la fiesta.

Barranzuela sintió claramente cómo toda la sangre de su cuerpo se reorientó y se concentró en su cabeza, punzando sus ojos, haciendo latir sus sienes. Entonces sintió un devaneo. El edecán lo cogió del brazo, le hizo andar unos pasos y, antes de ir a ver si la prensa seguía llegando, lo sentó en una silla. Barrranzuela miró entonces a Bermejo y sintió que sus planes se iban por la borda, y, a un par de metros de él, la voz inconfundible del ‘Zambo’ Cavero parecía consolarlos, recordándoles que, si todos los sueños que soñaron juntos, no se realizaron, se quedaron truncos, no hay que hacer un drama, se acabó y punto.

–Te dije, carajo –exclamó Bermejo–. ¡Cómo se te ocurre hacer una reunión cuando tú mismo has prohibido que se hagan reuniones!

Barranzuela miró sorprendido al congresista.

–Pero si tú fuiste quien me animó a hacerla –le dijo incorporándose.

–No me cambies de tema –recalcó Bermejo.

–¿Y qué carajo hago ahora?

–Déjame pensar –dijo, más conciliador y luego empezó a dar vueltas, pequeños círculos sobre el jardín. Luego se detuvo y se acercó a Barranzuela.

–Escúchame bien. Primero que nada, esta noche no hagas ninguna declaración. Ni te asomes por la ventana, menos por la puerta. No conviene que te vean así.

–Si estoy muy desaliñado, me puedo cambiar de ropa.

–No es la ropa, es el trago.

–Entonces me cambio de trago.

–Solo hazme caso y no te dejes ver esta noche.

–Entiendo. Entiendo –repitió–. Y entonces, ¿cuándo declaro? ¿Mañana?

–Sí, mañana. Sales como siempre y ahí van a estar esperándote.

– Pero ¿qué voy a decir?

– Diles que has tenido una reunión de trabajo.

Barranzuela abrió los ojos, como dos discos.

– ¿Y me creerán?

– Claro que sí. Te creerán un sinvergüenza.

– Por Dios.

– Pero eso no importa. La cosa es que mueras con tu versión.

– Eso júralo. ¿Y qué les digo de la música?

– Diles que aquí nunca ha habido música. Que seguro era de otra casa.

– Estoy jodido. Al menos hay que hacer eso por ahora. Mañana vemos con más calma.

Barranzuela asintió, moviendo la cabeza de arriba abajo.

– Más bien, yo me voy de una vez antes que llegue más prensa. Una cosa más.

– Dime.

– ¿Me guardas ají de gallina? Está buenazo.

MIRA: Pequeñas f(r)icciones: El vuelo de Castillo

En la mañana siguiente, en el frontis de la casa, una nube de reporteros y camarógrafos se negaba a alejarse de la puerta principal. Los policías, miembros de la seguridad del ministro, les pedían, cada vez con menos calma, que se aparten de la entrada, que se alejen unos metros de la propiedad. Cuando la puerta se abrió, estallaron las preguntas y, mezcladas, se hicieron ininteligibles.

– Buenos días, lo que pasó anoche fue una reunión de trabajo. El Perú no puede parar.

Apenas terminó de hacer su declaración, caminó raudo unos pasos hasta llegar al vehículo oficial. En el interior, mientras el chofer apretaba el acelerador y el edecán revisaba la agenda del día, Barranzuela sintió que, quién sabe, todavía tenía una oportunidad. Muy temprano, había conseguido el teléfono de una de sus vecinas, la que le pareció más confiable. Entusiasmado, le contó los pormenores a su edecán.

-¿Y qué le ofrecemos a la señora? ¿Un trabajo?

-No, mejor efectivo.

-¿Pero cuánto?

-No sé. ¿Cuánto cuesta un buen parlante?

Tres días después de la fiesta, Barranzuela seguía siendo el ministro del Interior. Sin embargo, los furibundos y multipartidarios pedidos para que renuncie eran, a esas alturas, ya incontables. Tampoco había ayudado mucho que la vecina se comprara un parlante pequeño, tanto que no logró engañar a nadie. Por eso, cuando Barranzuela llegó a Palacio de Gobierno y fue recibido por el presidente Castillo, sabía que el único camino decoroso que le quedaba era presentar su carta de renuncia.

–Por favor, señor presidente –dijo sollozando y sin decoro–. Déjeme seguir.

Barranzuela salió abatido del despacho presidencial. Y aunque otro en su lugar hubiera querido olvidarse de la música criolla, él, el ya exministro del Interior, escuchaba valses mientras el vehículo oficial lo llevaba por última vez a la sede ministerial. De pronto, sintió que Eva Ayllón sabía por lo que estaba pasando y, por ello, claramente le advertía, que la gente, que es tan cruel y despiadada, y que no le importa nada, se reirá de su mal paso.

Al final, resignado, Barranzuela tendrá que volver a la abogacía. No solo para defender a Los Dinámicos del Centro, sino para articular su propia defensa. Al menos mientras la Fiscalía siga acusándolo de haber dado, hace años, otro mal paso: recibir más de 200 mil soles en un caso de lavado de activos. ¡Oiga!

VIDEO RECOMENDADO

López Aliaga sobre Renovación Popular: “Última vez que no votamos como un grupo sólido”