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Pequeñas f(r)icciones: La colaboradora ineficaz
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Había recorrido media ciudad para llegar hasta el lugar indicado: un pequeño y bien cuidado parque ubicado en una zona residencial. Karelim López se sentó en una de las bancas minutos antes de la hora señalada. Mirando a los alrededores, notó que las ramas de uno de los árboles parecían estirarse e inclinarse hacia ella, como si quisieran abrazarla. Luego, volvió la vista al parque. Apretó la cartera que tenía sobre su regazo cuando vio que, por una de las esquinas, un hombre de terno oscuro ingresaba al parque.
El hombre, a pasos alargados, llegó hasta Karelim y se detuvo frente a ella. Le estiró la mano y ella hizo lo propio, para saludarlo. El hombre dio entonces una miraba a todos los rincones del parque antes de sentarse junto a ella. El silencio se instaló, mientras un aire frío empezó a barrer el suelo. Cuando Karelim volteó para hablar con el hombre, advirtió que un automóvil negro acababa de cuadrarse a pocos metros.
–Ese carro– dijo ella, moviendo la cabeza, señalándolo con la mirada.
El hombre empezó a girar la cabeza.
–No, no voltee –dijo ella.
–¿Qué pasa? –preguntó el hombre, obedeciéndola.
–Creo que ese carro me está siguiendo.
–Es natural que te sientas nerviosa.
Ella lo miró sin saber cómo reaccionar.
–Pero no te preocupes –continuó el hombre–. He venido a ayudarte.
–Yo soy Karelim.
–Sí, lo sé.
–¿Y usted?
–No, yo no.
–¿Y usted quién es?
–Soy de la Fiscalía. Por ahora basta con eso.
Karelim bajó la mirada un momento.
–Me dicen que quieres ser colaboradora eficaz.
–Sí –dijo ella, mirando de reojo al auto–. Pero me preocupa mi integridad.
–Así que ahora eres íntegra.
–Me refiero a mi integridad física, mi seguridad personal.
–Ya veo.
Los ojos de Karelim se achicaron en una expresión de duda, mientras que se retiraba de la frente el mechón de cabello movido por el viento.
–Tienes que saber que la colaboración eficaz solo funciona si la información es valiosa y corroborable –dijo el hombre.
La cabeza de Karelim subió y bajó, como si fuera una niña recibiendo una reprimenda.
–Dime, entonces, ¿qué información tienes?
Karelim miró otra vez a un lado y el auto seguía allí.
–Vamos, te escucho. ¿Qué información tienes? ¿Es sobre el presidente o solo sobre Pacheco? ¿Tienes pruebas?
Karelim miró fijamente al hombre, hasta que un ventarrón volvió a mover sus cabellos y la obligó a entrecerrar los ojos. El aire llegó a mover algunas hojas secas que se habían juntado en uno de los extremos del parque.
–Si no estás decidida, entonces será mejor que me vaya –dijo el hombre, haciendo el ademán de que se ponía de pie.
–No, no –reaccionó ella, poniendo un instante su mano sobre el brazo del enviado.
El hombre se reacomodó en el asiento.
–Vamos, dime, ¿qué información tienes? ¿Es sobre el presidente?
–Sí –respondió–. Yo le di dinero a Pacheco.
–¿Dinero para el presidente?
–Sí, fue algo que yo ya había pactado con él.
–¿Con el presidente?
–Sí, con el presidente.
–Estás hablando del presidente Castillo.
–Claro, el del sombrero.
De pronto, los ojos de Karelim se abrieron y sus labios empezaron a temblar. El hombre lo notó y tornó la mirada para ver también qué estaba ocurriendo. Las cuatro puertas del auto acababan de abrirse. Y, detrás de cada una de ellas, emergió la figura de un hombre. Uno de ellos, el chofer, se quedó junto al auto; los otros tres empezaron a caminar hacia la banca, hacia donde Karelim y el hombre estaban sentados.
–¿Tienes pruebas? –preguntó, el hombre, sin inmutarse.
Pero Karelim parecía haber ensordecido, mientras sus ojos no se desprendían de los hombres que seguían yendo hacia ella. Entonces el hombre la tomó de los brazos, como para hacerla reaccionar.
–¡Karelim! –dijo sacudiéndola–. ¿Tienes pruebas? Vamos, dime. ¿Tienes pruebas? ¡Karelim! Háblame.
El temblor había pasado de sus labios a todo su cuerpo. Cuando el hombre comprendió que ya no sacaría nada de ella y que los hombres del carro estaban ya a pocos pasos, la soltó, se levantó y se fue en sentido opuesto, a grandes trancos, hacia uno de los rincones del parque.
Karelim estrujó lo más posible su cartera y, aunque quiso levantarse y salir corriendo, su cuerpo no le obedecía, parecía desconectado, como si fuera de otro. Vio entonces que los hombres del auto ya estaban a un par de metros de ella. Dos de ellos se detuvieron, mostraban sin pudor las pistolas que llevaban en el cinto. El tercero, vestido distinto que los demás, se acercó todavía más hasta detenerse frente a ella.
–¿Eres Karelim López?
Ella quiso adivinar lo que seguía. La llevarían a la fuerza al auto, la interrogarían a ver qué sabía, a ver qué pruebas tenía, o, mucho peor, de repente venían decididos a terminar con su existencia. En cualquier caso, seguía bloqueada, sin poder moverse.
El tercer hombre no esperó respuesta. Metió su mano en el saco, extrajo su identificación y se la mostró.
–Soy de la Fiscalía. Vine porque te contactaste con nosotros –luego, mirando a los otros dos hombres que lo cuidaban, agregó–. Ellos son mi seguridad.
Karelim respiró hondo. Diversos pensamientos daban vueltas y se enrevesaban en su cabeza.
–¿Quién era ese que estaba contigo?
Era exactamente la misma pregunta que Karim se hacía y que se seguiría haciendo después.
–No lo sé –respondió, rompiendo su silencio.
–Quieres ser colaboradora eficaz, ¿no es cierto?
Karelim se levantó de la banca.
–No lo sé –repitió.
–No creo que me hayas hecho venir en vano.
–¿Me puede asegurar que no me va a pasar nada después de colaborar?
–Le puedo asegurar que no le va a pasar nada antes de colaborar.
Ella movió la cabeza a los lados.
–Ten en cuenta algo –dijo él–. Si colaboras, tu sanción será menor.
–¿Sanción? Pero yo no he hecho nada.
–Si no has hecho nada, ¿cómo quieres acogerte a la colaboración eficaz?
Sin pronunciar palabra, Karelim pegó su cartera contra su vientre y empezó a caminar. Atravesó el parque con el viento golpeándole el rostro, sin mirar atrás. Unas cuadras más allá, se detuvo. Sacó el celular de la cartera y, decidida, llamó a uno de sus contactos. Tras un breve saludo, le dijo: “Tenías razón. ¿Me pasas el número de Nakazaki?”.
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