Luego de algunas palabras de presentación del rector, Acuña, dispuesto a dar su discurso, dio un par de pasos hasta colocarse frente al micrófono.
Luego de algunas palabras de presentación del rector, Acuña, dispuesto a dar su discurso, dio un par de pasos hasta colocarse frente al micrófono.

César Acuña estaba tumbado, en perfecta horizontalidad, en una de las reposeras que bordean la piscina de su residencia. El líder de Alianza para el Progreso acababa de perder la batalla por la vigilia y, ya sin resistencia alguna, estaba siendo arrastrado hacia las profundidades del sueño. Sin embargo, apenas un par de minutos después, como si le hubiera caído una descarga eléctrica, se levantó de un impulso. Una pesadilla lo había hecho verse a sí mismo, de pie, paralizado, sin motricidad alguna, en medio de un desierto interminable de arena negra.

De súbito, entendió —o creyó entender— lo que ese mal sueño le quería decir: tenía que estar preparado para la posteridad. Entonces revivió en él un deseo largamente postergado: mandar a hacer una estatua. Esta tendría que ser una obra de arte, una a su imagen y semejanza: o una de dos.

Apenas un mes después, la sede trujillana de la Universidad César Vallejo rebosaba de alumnos, profesores y trabajadores administrativos. Frente a ellos, elevados sobre una gran tarima, se encontraba el rector, Acuña y su hijo Richard. Y, en medio de todo, una tela crema cubría una masa de bronce de aproximadamente un metro y medio de altura.

Luego de algunas palabras de presentación del rector, Acuña, dispuesto a dar su discurso, dio un par de pasos hasta colocarse frente al micrófono. Apenas notó que el aparato estaba muy arriba para él, miró al rector y este corrió para bajarlo unos centímetros, lo suficiente para que esté, de algún modo, a la altura de las circunstancias. Antes de dirigirse a los asistentes, Acuña, también fundador del centro de estudios, barrió con su mirada al público cautivo que lo esperaba. Entonces, respiró hondo, engoló lo más posible la voz y empezó a hablar:

“Queridos estudiantes, profesores y trabajadores, me encuentro muy emocionado. Quienes conocen mi biografía, saben que mi vida empezó prácticamente cuando nací. Mi destino era ser pobre, pero me pareció que mejor sería ser millonario. Por eso me convertí en un empresario exitoso y de éxito. De esta manera, aposté por la educación y fundé —y fundí— varias universidades. También he sido alcalde, gobernador y fundé Alianza para el Progreso. Espero puedan perdonarme. En todo caso, me emociona mucho rendir un homenaje a un gran hombre: a mí. César, te felicito. Sin más palabras, quiero agradecerles por estar aquí en este momento histórico. Gracias”.

Entonces, el rector jaló la tela y el sueño se convirtió en realidad. A la vista de todos quedó la estatua. Era tal el parecido que más que una estatua de Acuña, parecía que él mismo había sido bañado en bronce. Los aplausos febriles de los Acuña, Richard y el rector, contrastaron con las palmas tímidas, apocadas, de los demás asistentes. Sin embargo, ni eso ni nada podría arruinar la felicidad de Acuña, su franca sonrisa y el bombeo festivo de su corazón. Al menos eso parecía entonces.

Días después, en el estudio de su residencia, Acuña, enfurecido, revisaba en su laptop el resumen de las noticias aparecidas sobre la estatua. “¡Son unos mezquinos!”, vociferó al tiempo que, con el puño cerrado, golpeaba con fuerza el escritorio. Apenas un momento después, su hijo ingresó al estudio y se sentó frente a él.

—Padre, necesito hablar contigo.

—Por favor, que sean buenas noticias. Si no, mejor hablamos después.

Richard se rascó la cabeza. En su mirada una duda apareció.

—¿Quieres una buena noticia? Mmm, ¿te acuerdas de esa pequeña tierra que tenía abandonada?

Acuña dio un suspiro profundo y, sin ninguna curiosidad, le siguió la conversación.

—Sí, la recuerdo.

-Bueno, pues he vuelto a sembrar ahí. Antes no lo hacía porque no lograba ahuyentar a los cientos de pájaros que aparecían todos los días.

—Qué bueno —dijo Acuña y, luego de una pausa, volvió a hablar—. Pero eso no era lo que me ibas a contar, ¿no?

—No, pa.

—Cuéntame entonces, de una buena vez. ¿Qué me querías decir?

El hijo de Acuña bajó la vista. Luego, reunió temple y le habló.

—Es sobre la estatua.

—¿Qué pasó?

—Ya no está.

Acuña se pasó ambas manos por el rostro.

—¿Se la robaron? Estos malditos. Seguro que fue alguno de mis enemigos políticos.

—No, pa.

—¿Entonces quién fue?

—Fui yo. Fui yo, pa.

El líder de Alianza para el Progreso se arrellanó en el asiento. Miró sin amor a su hijo y quedó en silencio, en espera de una explicación.

—Pa, escúchame. Yo sé que estás molesto, pero tienes que entender que la prensa te ha estado dando duro.

—Eso ya lo sé. ¿O crees que yo no recibo informes de todo?

—Y no solo la prensa, la gente en las redes sociales, en todos lados. Mira, pa. Eso se estaba saliendo de control y lo mejor era cortar por lo sano. ¿Me entiendes?

Pero claramente Acuña no estaba entendiendo.

—¿Me puedes decir dónde está la estatua?

—Olvídate de la estatua.

—No me olvido nada. Dime, ¿dónde está?

—Pa, en serio. Ya olvídate.

Acuña miró directo a los ojos de Richard.

—Última oportunidad —le dijo—. ¿O me dices dónde está o mañana mismo reformulo la herencia?

Richard agachó la cabeza antes de responder.

—En la chacra.

—¿En la chacra?

—Claro —dijo y, casi arrastrando las palabras, agregó —Cómo crees que estoy espantando a los pájaros.

La cabeza de Acuña se movió hacia los lados. Todavía tardó hasta volver a articular palabra.

—Ahora mismo traes la estatua. No me quiero ni imaginar cómo está. Así que la vuelves a pintar y la dejas donde la sacaste.

—Pero pa, ¿y qué le vas a decir a la prensa?

—Le diré cualquier cosa. No sé, que se la llevaron para darle mantenimiento, por ejemplo.

—Vamos, pa. Pero, ¿quién te va a creer eso?

—Los mismos que me creyeron cuando digo que hago algo por la gobernabilidad del país.

—¿O sea, nadie?

César Acuña está echado a lo largo de una reposera. Desde ahí, mira las ondas del agua azul de la piscina. De golpe, una duda aniquila su tranquilidad. ¿Qué pasará en el futuro lejano con su estatua? ¿Terminará en alguna chacra olvidada del norte? ¿La fundirán y terminará convertida en desprolijos utensilios de metal? ¿Será rematada como chatarra y servirá, en el mejor de los casos, como cagadero de palomas? ¿O, por el contrario, será cuidada y admirada por las generaciones venideras?

Quien sabe, quizá la eternidad del bronce no esté reservada solo para seres humanos notables, ilustres e irrepetibles, sino también para todo aquel que tenga reservas suficientes de impudicia, presunción y vanidad, y también, por cierto, plata como cancha. La inmortalidad se ha devaluado.