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Venezuela

Pequeñas f(r)icciones: El sueño de Nicolás Maduro

"Miró su país, o al menos lo que queda de él. Entonces, dio un largo suspiro y, ceremoniosa y estúpidamente, le preguntó: 'Si me voy, ¿me vas a extrañar?'".

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Pequeñas f(r)icciones: El sueño de Nicolás Maduro.
Fecha Actualización

Nicolás Maduro abrió los ojos, primero sin esfuerzo, luego con determinación, y así logró que se vean enormes, como dos grandes canicas, pero daba lo mismo: la oscuridad que los inundaba era la misma que lo acompañó mientras dormía. Nervioso, pestañeó una y otra vez, esperando en vano que algún brillo, que alguna luz penetre en su mirada. Derrotado, se dio por ciego. Pensó, sin duda, que alguien de su entorno lo había traicionado, que por “un miserable puñado de dólares” le había puesto algún brebaje maligno en la comida —esa última arepa tenía un sabor extraño—. O, peor, imaginó que esa ceguera era el preámbulo de la muerte. Tenía sentido, a los malditos yanquis no les iba a bastar dejarlo en la penumbra sino, que —ahora lo podía entender con una claridad perturbadora— iban a “encargarse de él”, iban a dejarlo, ni más ni menos, listo y dispuesto para la mortaja. La perspectiva de prescindir de su propia existencia, la idea de vivir sin él mismo lo aterró tanto que, de un repentino y brusco movimiento, se incorporó y quedó sentado sobre el centro de la cama. Entonces, sus ojos lograron abrirse todavía más, ahora felices, al recibir la luz plena de la mañana y, junto con ella, la imagen habitual de su habitación.

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—¡Cónchale! —exclamó— No estoy ciego, ni muerto. Maldita pesadilla.

Sin embargo, rápidamente comprendió que algo no andaba bien. Se movió hasta quedar sentado a la orilla de la cama. Llevaba puesta una bata con los sagrados y bolivarianos amarillo, azul y rojo. Sin discusión, era una prenda hermosa, pero por más que rebuscaba en su memoria, no lograba recordar haberla tenido antes. Incluso, ahora que observaba bien a su alrededor, su propia habitación —no sabía bien cómo explicarlo— no era del todo como la recordaba. Volvió a temer que aquella extraña sensación fuera producto de algún ataque yanqui, de alguna arma psicológica que acababa de ser inventada por el imperialismo. En ese momento, una avecilla de plumaje amarrillo y de pecho oscurecido ingresó volando por la ventana, revoloteó unos segundos por la habitación y terminó posándose sobre el marco del televisor. Para Maduro no cabía la menor duda: el comandante Hugo Chávez había vuelto a presentarse frente a él, tal como lo había hecho la primera vez, allá un día de abril de 2013.

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En ese entonces, Maduro, que se encontraba en plena campaña presidencial, sorprendió a propios, extraños y ornitólogos al anunciar, con la misma naturalidad de quien cuenta un chisme familiar después del almuerzo, que Chávez —fallecido el mes pasado— se le había aparecido en forma de ave. “Era una chiquitica. Al comienzo pensé que no era él porque había silbado un merengue y el comandante Chávez era más apegado a los joropos. Igual sentí su presencia en ese pajarito. Le pregunté entonces: ‘Pajarito, coño, ¿tú eres mi comandante? ¿Tú eres Chávez?’. Y claro, como el que calla otorga, comprendí en ese instante que mi comandante se había encarnado en esa pequeña ave revolucionaria”, explicó.

Y ahora, algo más de 10 años después, y en una circunstancia aciaga para el gobierno de Maduro, el comandante Chávez volvió a aparecer. Era —tenía, debía ser— una buena señal. El avecilla no se movía, tanto así que alguien podría confundirlo con una cerámica, un adorno capitalista más. Sin embargo, apenas Maduro se acercó a él, este empezó a cimbrear y a dar pequeños saltos. “Me reconoce”, pensó el discípulo de Chávez. Luego, se encorvó, acercó su rostro al ave y le lanzó. “Comandante, ¿es usted, verdad?”

—Sí, Nicolás. Soy yo.

Maduro abrió la boca sin querer y así, congelado en una mueca infantil, balbuceó.

—Mi comandante. Usted debe saber la situación. Acabamos de ganar las elecciones, pero una gran parte del mundo piensa que los perdedores somos nosotros.

—¿Y qué piensa la otra parte?

—Que ganaron ellos.

El avecilla movió la cabeza a los lados, con movimientos súbitos.

—Y eso no es nada, mi comandante —dijo Maduro—. Hasta algunos de mis principales aliados empiezan a darme la espalda. Hasta Lula parece que quiere traicionarme. ¿Qué consejo me daría?

—Retírate.

Maduro se tomó unos segundos para reaccionar.

—¿Quiere que me retire de esta habitación?

—No, Nicolás. Mi consejo es que te retires del gobierno, que abandones el país.

—Pero mi comandante, ¡cómo me va a pedir eso!

—Las cosas han cambiado. Yo sé que un pequeño fraude no le hace daño a nadie. Pero el que has hecho ha sido demasiado grande, demasiado evidente.

—¿Tanto así?

—Y no solo es el fraude. Está el asunto de la gente. Hay millones de personas que han sido perjudicadas por ti. ¿No te parece ya suficiente?

Maduro se alisó el bigote y, sin dejar de tocarlo, respondió.

—No, por Venezuela estoy dispuesto a perjudicar a muchas más.

El avecilla dio un pequeño vuelo en círculo y volvió a posarse sobre el marco del televisor.

—Nicolás, antes de irme…

—¡Coño! ¿Ya te vas?

—Sí, no sabes. El tiempo se me pasa volando.

—Bueno, dime, ¿qué me ibas a decir?

—Te iba a pedir algo antes de irme.

—Dime, lo que quieras.

—¿Tendrás un poco de alpiste por ahí?

—¿Alpiste?

Los ojos de Maduro mostraron un brillo triste. En seguida, agregó.

—Mi comandante nunca me pediría alpiste. ¿Esto es una broma?

—No, Nicolás. Es un sueño.

—Una pesadilla más bien. ¿Entonces tú no eres mi comandante?

—Vamos, Nicolás —dijo el avecilla—. Yo soy el comandante que está en ti y ese comandante te dice que te retires.

Luego la mirada de Maduro transitó hacia su cuerpo, hacia la bata bolivariana.

—Con razón no me acordaba de esta bata. Si no es mía, ¿de quién es?

—Esa bata no existe. Enfócate en lo importante. Debes irte. Escapa mientras puedas.

El avecilla sacudió sus plumas y elevó la cabeza.

—Me voy, Nicolás.

—¿Y tu alpiste?

—Me lo debes. Ahora despierta que tienes mucho por hacer.

Maduro abrió los ojos y ahí estaba, esperándolo, la aplastante realidad: un fraude inocultable, un repudio global y un éxodo de millones de venezolanos que no le perdonan el haberse visto forzados a dejar su país. ¿Qué hacer entonces? ¿Tendrá razón el Chávez emplumado de sus sueños? ¿Lo mejor sería buscar asilo y abandonar a sus compatriotas? Después de todo, esa bazofia ideológica, ese menjunje intragable llamado el Socialismo del Siglo XXI ya cumplió su cometido: cientos de millones debidamente ocultos en paraísos fiscales.

El hijo político de Chávez se levantó de la cama y dio unos pasos hasta quedar frente a la ventana. Desde ahí miró su país, o al menos lo que queda de él. Entonces, dio un largo suspiro y, ceremoniosa y estúpidamente, le preguntó: “Si me voy, ¿me vas a extrañar?”.

 

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!

 

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