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Pequeñas f(r)icciones: El que la sigue... escudero sigue

Alejandro Salas tenía la mirada fija en el iPhone de última generación que descansaba, ajeno, altivo, sobre el escritorio de su despacho ministerial. Mientras su mano izquierda no se movía, los dedos de la derecha tamborileaban sobre el borde del mueble de madera. En los próximos minutos, según sus cálculos mil veces pensados, una llamada llegará, tendría que llegar, y él, conteniendo la emoción, dejaría que el timbre suene todavía un par de interminables veces –tampoco quiere parecer desesperado– hasta que, entonces, recién contestará la llamada y aceptará el llamado del presidente Castillo e irá a Palacio de Gobierno, con el andar más estadista posible y, entonces, solo entonces, aceptará el cargo de premier, aquel que siempre quiso y que se ha ganado explorando las infinitas posibilidades del multiverso del felpudo.

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Alejandro Salas tenía la mirada fija en el iPhone de última generación que descansaba, ajeno, altivo, sobre el escritorio de su despacho ministerial. Mientras su mano izquierda no se movía, los dedos de la derecha tamborileaban sobre el borde del mueble de madera. En los próximos minutos, según sus cálculos mil veces pensados, una llamada llegará, tendría que llegar, y él, conteniendo la emoción, dejaría que el timbre suene todavía un par de interminables veces –tampoco quiere parecer desesperado– hasta que, entonces, recién contestará la llamada y aceptará el llamado del presidente Castillo e irá a Palacio de Gobierno, con el andar más estadista posible y, entonces, solo entonces, aceptará el cargo de premier, aquel que siempre quiso y que se ha ganado explorando las infinitas posibilidades del multiverso del felpudo.
Pasaron varios minutos, muchos más de los estimados, y el celular seguía mudo, inmóvil. Más de una vez revisó si este tenía señal, si la batería estaba cargada y hasta si, por algún error, el volumen había descendido a cero. Su mirada empezó a nublarse, mientras un sentimiento horrible de vacío iba adueñándose de su ser. Y entonces, el iPhone sonó, vibró, con fuerza, con autoridad. Salas olvidó la compostura y se abalanzó a contestar. Sus ojos se fijaron en el cuadro del presidente Castillo colgado en la pared, mientras recibía, alborozado, la inmediata convocatoria a Palacio de Gobierno. Las piezas de su futuro empezaban a encajar.
Llegó a Palacio. Bajó del auto y fue escoltado hasta la antesala del despacho presidencial. Entonces, vio que en el lugar, en el gran sillón horizontal, se encontraba también Aníbal Torres, el hombre a quien, según todo indicaba, estaba a punto de reemplazar.
Salas se acercó y Torres, sentado, elevó la vista para verlo. Entonces, Salas se acercó hasta el expremier. Ambos alargaron sus manos y se dieron un apretón de manos.
-Doctor -dijo Salas-. Me sorprende verlo aquí.
-La verdad a mí también -dijo Torres-. Pero el presidente me pidió que lo ayude con unos temas pendientes.
A Salas le pareció buena idea. Qué mejor que el saliente premier les ayudara a él y al presidente a terminar de definir el nuevo gabinete.
-Por cierto, Alejandro –dijo Torres, como si alguien le hubiera hablado repentinamente al oído-, te felicito.
Salas sintió que, de golpe, el enorme peso que todavía caía sobre sus hombros se había esfumado, que, de alguna manera, se había diluido en el aire. No le quedaban dudas: esa felicitación solo confirmaba aquello que tanto había estado esperando.
-Muchas gracias –dijo Salas y volvió a darle la mano a Torres, esta vez con más firmeza y duración.
La secretaria se asomó a la antesala y les indicó que el presidente Castillo los estaba esperando. Salas y Torres dieron algunos pasos hasta llegar al despacho presidencial. En la puerta, Castillo, con una inexplicable sonrisa, los hizo pasar. Los tres caminaron unos metros hasta quedar repartidos como solían hacerlo: Castillo presidiendo el escritorio, y Salas y Torres en otras dos sillas disponibles.
-A ver, Alejandro -dijo-. El doctor Torres y yo estamos de acuerdo en que estás listo para enfrentarte a un reto todavía mayor.
-Perdóneme, señor presidente –dijo Torres, observando al mandatario-. Me adelanté y ya lo felicité a Alejandro.
Castillo miró fijo a Salas.
-¿Entonces ya sabes?
Salas, todavía ministro de Cultura, sonrió y asintió con la cabeza. En seguida, se puso de pie, rodeó el escritorio –y el protocolo- y le dio un gran abrazo a Castillo, mientras repetía con distinta fuerza y entonación: gracias, gracias y gracias.
-Te vuelvo a felicitar, Alejandro –dijo Torres-. Siempre he dicho que en la vida hay que ser agradecido y tú eres un ejemplo de ello.
Salas, sin rubor alguno, acababa de soltar a Castillo y ya volvía a su asiento.
-Gracias, señor Torres. Es que yo soy así: una persona muy agradecida con la gente que me da la mano –luego volvió la mirada otra vez a Castillo y, todavía conmovido, agregó-. Yo sé que soy un político joven y la prensa va a resaltar eso de mí, pero de forma negativa. Por eso se lo agradezco todavía más, señor presidente.
-No tienes nada que agradecerme –dijo Castillo-. Tú te has ganado el cargo por tu gran capacidad.
-¿Lo dice en serio? –pregunta Salas.
-Claro, tengo gente en el gabinete que me defiende, pero tu capacidad para hacerlo es única. Hasta me has defendido mejor que Aníbal.
Castillo sonrió. Salas y Torres lo imitaron, aunque este último lo hizo sin muchas ganas.
-Bueno, Alejandro. Nos vas a perdonar, pero Aníbal y yo tenemos que terminar con la elección del gabinete.
De súbito, la sonrisa de Salas se congeló unos segundos, hasta derretirse.
-Sí, Alejandro. Más bien, procura no filtrar nada a la prensa. O si quieres, filtra mala información para que patinen esos malditos.
Torres volvió a sonreír con franqueza y Castillo también celebró el comentario. En tanto, Salas, sin gesto alguno, trataba de entender qué estaba pasando. Así, mientras por dentro las conjeturas se disparaban a todos lados, por fuera, parecía inmovilizado, convertido en piedra.
-Alejandro, por favor. Te agradecería que nos dejes solos –dijo Castillo, en tono severo-. El premier y yo tenemos que seguir trabajando.
“¿El premier y yo?”, pensó Salas. “¿O sea, Torres sigue siendo el premier? ¿No es que hace días había renunciado? ¿Entonces yo no soy el nuevo premier? Y, si es así, ¿por qué me han felicitado? ¿Alguien podría explicarme, por favor, qué carajo está pasando?”.
Cuando minutos después, la secretaria de Castillo le contó que no lo habían nombrado premier sino ministro de Trabajo, Salas apretó los puños y tuvo que contenerse para que el festival de insultos y diatribas que desfilaron en su mente no se tradujera en los gritos desaforados que se moría por dar.
Ya en su automóvil, cómodamente sentado en la parte de atrás, Salas reflexionó sobre la naturaleza de los hechos. Si bien se le había ido la gran oportunidad de su vida, esta podría volver a presentársele en poco tiempo. Después de todo, desde su condición de benemérito escudero presidencial, siempre habrá frases que explicar, dislates que justificar y realidades que trastocar. Vamos, con fe.

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