Luego de permanecer algunos minutos debatiéndose entre el sueño y la vigilia, en ese estado intermedio en el que los sentidos se ralentizan y los objetos parecen tener la consistencia de una nube, Alberto Fujimori logra abrir los ojos. Todavía medio desconcertado, mira el reloj que está sobre la mesa de noche: 6:45 p.m. Trabajosamente se incorpora hasta quedar sentado sobre el borde de la cama y, desde ahí, escucha un par de voces que, entrelazadas, llegan hasta él. Reconoce enseguida el tono ceremonioso de su hija, pero, por más que lo intenta, no consigue identificar al hombre que la acompaña. Intrigado, se calza las pantuflas, se pone de pie y, apoyado en su bastón, abandona la habitación.
Tras caminar por un largo pasadizo —ambas paredes pobladas de cuadros con fotos familiares—, y siempre guiado por el sonido de aquel diálogo todavía indescifrable, Fujimori desemboca en un pequeño hall. Piensa que, sin duda, las voces provienen de la sala y toma rumbo hacia ella. Entonces, se encuentra con Lucha, la señora que trabaja años en la familia.
—Don Alberto, hace un rato su hija me preguntó por usted y le dije que estaba durmiendo.
—¿Con quién está mi hija?
Lucha mira de un lado a otro, como si alguien la estuviera vigilando.
—No sé. Ella misma le abrió la puerta. Ya llevan conversando ahí como 15 minutos. Eso sí…—se detiene de pronto.
—Lucha —dice Fujimori—, ¿por qué te quedas callada? ¿Qué ibas a decir?
—Pero no le diga nada a su hija porque no quiero que piense que ando de chismes por ahí.
—Ya, Lucha, dime de una vez.
—Están que hablan bajito, como cuchicheando. No sé, pero yo creo que…
—¿Qué crees, Lucha?
—Yo creo que la señora se ha vuelto a ilusionar.
Fujimori presiona la empuñadura del bastón. Luego, retoma su andar hacia la sala.
—¿Adónde va, don Alberto?
—¿Adónde crees, Lucha? A asegurarme de que Keiko no se vuelva a equivocar.
Un par de minutos después, Fujimori llega a su destino. Apenas Keiko y su interlocutor lo ven aparecer, enmudecen sorprendidos.
—Hija, perdona, pero no sabía que estabas acompañada —dice Fujimori,
Keiko mira a su interlocutor, como si quisiera darle algún mensaje. El hombre, en cambio, parece entusiasmado por la presencia de Fujimori.
—Papá, pensé que estabas durmiendo.
—Estaba, pero ya me desperté. Mejor así —responde, mientras se va acercando más—. Si me duermo temprano, en la noche me desvelo.
Fujimori está ahora de pie, frente a ellos. Keiko luce preocupada, pero el hombre muestra una sonrisa amplia, casi de publicidad, tanto que alguien podría creer que es impostada.
-Hija, ¿no me vas a presentar?
—Claro, papá —responde Keiko-. Mira, él es Joaquín…
—Joaquín Palacios —atropella el hombre, ansioso, al tiempo que estira su mano—. Es todo un placer, señor Fujimori.
Fujimori le corresponde el saludo y, mientras le estrecha la mano, mira de reojo a Keiko.
—Pero, hija, ¿por qué no le traes algo a tu invitado?
—Lo iba a hacer, papá. ¿Has visto a Lucha por ahí?
—No.
—Por mí no se preocupen —interviene Palacios.
—No faltaba más. Además, unos vasos con agua no le hacen daño a nadie —dice Fujimori.
—¿Y Lucha?
—Vamos, hija, dale con Lucha. Tráelos tú nomás. ¿O quieres que vaya yo?
—Ya, está bien —acepta Keiko a regañadientes—. Ya vuelvo.
Fujimori da unos pasos más y toma asiento frente a Palacios. Este lo observa, emocionado, como si estuviera viendo a su artista favorito.
—Señor Fujimori, déjeme decirle que soy un gran admirador suyo.
—Gracias, gracias, pero no me digas “señor Fujimori”, dime Alberto.
—¿Alberto? ¿No es mucha confianza?
—No.
—¿Le parece don Alberto?
—Claro, como quieras, Don Alberto. Y dime, si no es indiscreción, ¿desde cuándo están juntos?
—¿Cómo dice?
—Tú y Keiko. Vamos, estaré viejo, pero no soy ningún tonto.
—¿Tonto usted? Eso nunca, señor Fuji…, quiero decir, don Alberto.
—¿Y entonces?
Palacios suspira.
—Bueno, se podría decir que recién estamos empezando.
—No me digas. Y cuéntame, ¿cómo se conocieron?
—¿Cómo nos conocimos? —pregunta Palacios.
—Sí, ¿cómo se conocieron? ¿Tú trabajas en el Congreso? ¿Tienes algún cargo en el partido?
Una incertidumbre cruza por la mente de Palacios.
—En realidad, nos conocimos porque ella me llamó.
El rostro de Fujimori se agrava durante unos segundos. Un silencio se instala, pero el propio líder del fujimorismo lo rompe.
—¿Ella te llamó?
—Sí, ella me llamó. ¿Le sorprende?
—Sí, la verdad me sorprende.
—Pero al final, don Alberto, no importa cómo conocí a su hija, sino lo que ella y yo vamos a hacer juntos. Es más, ¿le voy a confesar algo?
—¿Qué?
—Que me hubiera gustado hacer lo mismo con usted.
—¿Qué dices?
—Pero mejor ya ni pensar en eso. Lo único que debo tener en mente es nuestro objetivo principal.
—¿Y cuál es ese?
—Lograr que Keiko sea la próxima presidenta del Perú.
Fujimori suelta el bastón. Cierra los ojos y se frota los ojos, una y otra vez.
—Entonces, ¿Keiko te ha contratado como su asesor electoral?
—Bueno, todavía no hemos formalizado nada, le cuento, don Alberto.
—Don Alberto nada. Para ti, soy el señor Fujimori.
En ese instante, el líder del fujimorismo recién advierte que un fólder oscuro está sobre la mesa. Se inclina para levantarlo. Enseguida, abre la primera hoja y el título lo siente como un golpe seco en la boca del estómago: Plan electoral “Rumbo a 2026”.
Entonces, Keiko ingresa con la mirada fija en los tres vasos de agua que lleva sobre la bandeja. Poco acostumbrada a tales trances, la hija de Fujimori sufre, pero logra poner todo sobre la mesa. Recién entonces, eleva la mirada y observa el rostro descompuesto de su padre y el fólder en sus manos.
—Keiko, yo confié en ti —dice y deja caer el fólder—. Me dijiste que estabas feliz por mi candidatura.
Keiko mira a Fujimori y luego, con dureza, a Palacios. Este no sabe bien qué hacer, hasta que, por iniciativa propia, levanta el maletín que había traído y, sin más trámite, deja la residencia. Mientras tanto, padre e hija se observan mutuamente.
—Papá, tienes que aceptarlo. Tú no puedes ser candidato. No solo por tu edad y tu salud, sino porque legalmente estás impedido. Y eso lo dicen incluso abogados que son nuestros amigos.
Fujimori empuña el bastón, se pone de pie y camina hacia su habitación. Ni bien llega, saca del cajón el celular, se sienta en el borde de la cama y hace una llamada: “Aló, Kenji, tenías razón. Tu hermana me traicionó. Sí, otra vez. Ahora sí estoy dispuesto a seguir tu plan. ¿Cómo? ¿No tienes ninguno? Espera, no te preocupes. Recupero el fólder y nos encontramos. ¿Qué fólder? Ya te enterarás”.
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