Pequeñas f(r)icciones: Crónica de una muerte fraguada
Pequeñas f(r)icciones: Crónica de una muerte fraguada

El día en que el Reniec lo iba a matar, Alejandro Sánchez, dueño de la emblemática casa del pasaje Sarratea, se levantó a las 6 de la mañana para oír las noticias. Había soñado que atravesaba un bosque poblado por innumerables sombreros chotanos, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió descompuesto, muy próximo al colapso, como miembro de la Real Academia Española ante un discurso de Pedro Castillo. Sin embargo, quienes minutos después lo vieron salir de la pequeña casa de madera, lo recuerdan de buen ánimo. Saludó a los pocos que se le cruzaron mientras caminaba hacia la panadería. “Me pidió tres panes franceses y una empanada de pollo”, contó, como cantando, el joven venezolano que lo atendió en el inicio de aquel martes ingrato, apenas pocas horas antes de su muerte.

Al salir de la panadería, Alejandro Sánchez regresó a la casa donde ya llevaba habitando tres semanas enteras. Antes de llegar, se topó con un señor de traje, un sombrero y un maletín de cuero antiguo. Tenía todas las señas del recién llegado. Su primer impulso fue acercarse y guiarlo, pero prefirió mantener la distancia. Ya dentro de su casa, puso los panes y la empanada en un pequeño plato de color rojo, quiñado en uno de sus extremos. Se sirvió el café pasado que había preparado antes de salir y se sentó a la mesa. De súbito, la imagen del hombre de traje lo asaltó. Si su antena de presagios hubiera estado bien calibrada, habría sospechado algo, pero no. Tampoco hubo algún cielo gris, alguna nube tristona que le diera la señal. Por eso nunca imaginó que ese hombre era el enviado de la muerte, que había ido a buscarlo a él y que –lo había jurado– solo se iría del pueblo hasta que Alejandro Sánchez se pierda para siempre en el olor profundo de los almendros fúnebres.

El hombre de traje se hospedó en la única casa que alquilaba una reducida habitación en el patio trasero, separada de la parte central, como un islote en medio de un mar de tierra. Una hora después, salió en busca de su víctima. Doña Lupe, una anciana sin edad, recuerda que estaba en el frente de su casa, a punto de dormirse en la mecedora, cuando lo vio salir. “Parecía un cuy buscando a qué hueco meterse”, contó vívidamente.

Alejandro Sánchez estaba en el interior de la casa. Acababa de escuchar por la radio la noticia que tanto había temido, aquella por la que se encontraba en calidad de escondido: el Poder Judicial había ordenado la detención y el allanamiento de las propiedades de diversos allegados al presidente Pedro Castillo, y él estaba en la lista. Ya había llegado a sus oídos que algo así ocurriría, por eso estaba escondido en ese puñado de casas. Pero ahora era oficial: se acababa de convertir en un prófugo. El golpe que dieron en ese momento a su puerta fue, en su estado nervioso, como un estruendo de guerra. Respiró hondo para recomponerse y abrió la puerta. Ahí estaba la figura del recién llegado.

-Tú eres Alejandro Sánchez, ¿no?

Alejandro Sánchez pensó en cerrarle la puerta en la cara, correr hacia la habitación y salir por la ventana trasera.

-Tú eres, ¿no? El dueño de la casa en Sarratea.

Luego pensó en cruzar el patio para alcanzar los cerros más altos y encontrar alguna cueva abandonada donde esconderse, al menos hasta que el hambre o un puma lo empuje a la intemperie.

-¿Puedo pasar?

Al final, el único movimiento real que hizo Alejando Sánchez fue asentir con la cabeza y hacerse a un lado para dejar pasar al recién llegado. Este señaló un sillón medio hundido, preguntó si podía sentarse y se hundió en él. Luego, con suma curiosidad, dio una mirada alrededor. Alejandro Sánchez tomó asiento frente a él.

-Vengo de parte de ya sabes quién.

-¿No vienes a capturarme?

-No.

-Eso es un alivio. ¿Me traes algún mensaje?

-No precisamente.

-¿Entonces a qué has venido?

-He venido a matarte.

Alejandro Sánchez movió la cabeza a los lados. Morir así, tan joven, sería pésimo para sus planes futuros. Pese a ello, no pensó en escapar. Era inútil. Para su mal, ya había comprendido que, en su caso, el temor se traducía en un frío paralizante. Recordó su infancia en Anguía, en Chota, su meteórico ascenso empresarial y el ahora fatídico día de 2017 cuando conoció al profesor Castillo, en plena refriega magisterial. Sin embargo, fue en 2021 cuando se estrechó su relación con el entonces candidato presidencial: no solo fue uno de sus financistas sino, ya elegido, le prestó la ingratamente famosa casa del pasaje Sarratea. Incluso, dicen que él fue quien le contó la fabulosa fábula del pollito vivo y muerto. “Pero yo se la conté bien, ah”, dijo tratando, en vano, de liberarse de la culpa.

-Por favor, podemos llegar a un acuerdo. No tienes que matarme.

-No te voy a matar.

-No entiendo.

-O sea sí, pero para ayudarte.

-Ahora entiendo menos.

-Mira, lo que voy a hacer es matarte administrativamente.

-¿Cómo es eso? ¿Me vas a golpear con un archivero?

-No, voy a hacer que estés muerto para el Reniec. ¿Entiendes? La policía no va a poder buscarte porque estarás muerto.

-¿Así de fácil?

-Claro, así de fácil. Además, solo necesitas estar muerto unas cuantas horas, hasta que puedas salir del país.

-La verdad es que no había pensado en eso.

-¿No habías pensado en salir del país?

-No, no había pensado en estar muerto.

-Bueno, por último si sales o no del país ya depende de ti. Yo solo te mato. Lo demás es cosa tuya.

-¿Y desde cuándo estoy muerto?

-Espérame. Me están confirmando si ya estás como fallecido en el sistema. Sí, me dicen que ya.

-¿Que ya qué?

-Que ya, que ya estás oficialmente muerto.

-Carajo, no somos nada.

El recién llegado dejó el pueblo esa misma tarde con la tranquilidad del deber cumplido. Alejandro Sánchez en cambio no volvió a ser visto ahí, ni ese día ni los que lo siguieron. “Fue como si se hubiera muerto”, recordó doña Lupe, ya con las últimas luces de la vejez. Así, casi clandestinamente como había llegado, se había ido. No dejó deudas, ni entabló amistades que lo puedan extrañar, ni motivo alguno para volver, aunque el joven venezolano de la panadería dijo que no le sorprendería que regrese: “Le quedé debiendo un vueltico”. Protegido por las sombras de la inexistencia, aunque sea administrativa, Alejandro Sánchez emprendió un nuevo viaje adonde el largo y terrenal brazo de la justicia no puede llegar.

Varias noches después, en un lugar remoto, Alejandro Sánchez soñó que la colcha que lo cubría era un inmenso DNI que le tapaba la cara, con fuerza, y ya empezaba a ahogarse cuando, de pronto, se despertó. Le dolía la cabeza y un sedimento como de metal le cubría el paladar. De esa manera, supo que había vuelto a la vida. Que otra vez debía aparecer activo en el sistema del Reniec. Sin embargo, si bien estaba vivo, sentía que no había abandonado la muerte del todo. Entonces comprendió, con inesperada sabiduría, en que se había convertido: en el pollo del presidente.