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Pequeñas f(r)icciones: ¡Acuña, el presidente!
En el amplio jardín de su residencia, con la mirada puesta en la piscina, César Acuña sonríe y entrecierra la mirada, mientras el viento de la tarde le refresca el rostro. Sobre la mesa de mimbre que yace frente a él, los diarios, sobrepuestos uno sobre el otro, parecen naipes recién repartidos. Todos aluden a que el proceso de vacancia contra el presidente Castillo se truncó, murió antes de nacer, gracias, sobre todo, a la intervención del hombre de la raza distinta, del próspero empresario y líder de Alianza para el Progreso. Acuña se imaginaba ahora como figura central de la oposición y estaba viéndose a sí mismo ya como futuro presidente de la República, cuando el sonido metálico del timbre lo arrancó de sus cavilaciones políticas.
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En el amplio jardín de su residencia, con la mirada puesta en la piscina, César Acuña sonríe y entrecierra la mirada, mientras el viento de la tarde le refresca el rostro. Sobre la mesa de mimbre que yace frente a él, los diarios, sobrepuestos uno sobre el otro, parecen naipes recién repartidos. Todos aluden a que el proceso de vacancia contra el presidente Castillo se truncó, murió antes de nacer, gracias, sobre todo, a la intervención del hombre de la raza distinta, del próspero empresario y líder de Alianza para el Progreso. Acuña se imaginaba ahora como figura central de la oposición y estaba viéndose a sí mismo ya como futuro presidente de la República, cuando el sonido metálico del timbre lo arrancó de sus cavilaciones políticas.
Segundos después, la señora encargada de la cocina aparece con el delantal puesto.
–Doctor –le dice a Acuña–. Lo busca un tal Chiabra.
Acuña mueve la cabeza a los lados. “Qué inoportuno”, murmuró.
–Hazlo pasar y llévalo al estudio.
Con la frente en alto y la mirada dura, como en permanente saludo a la bandera, el general en retiro y actual congresista Roberto Chiabra ve la puerta abrirse frente a él. La señora con el delantal le pide que pase. Chiabra, antes de entrar, voltea y le hace una señal de espera a su chofer y a su seguridad de congresista.
El general sigue a la señora. Primero a través de un camino de piedras por el jardín y luego hasta ingresar por el ala central de la casa. A cada paso que dan, la casa parece abrirse ante él, revelar los verdaderos alcances de su tamaño y construcción. Luego caminan un par de metros por un pasadizo amplio, escoltados por fotos familiares y sociales que cuelgan de las paredes.
–Pase, por favor –dice la señora, deteniéndose de golpe y mostrándole una puerta abierta–. El doctor lo está esperando.
Chiabra ingresa y se sorprende al encontrarse solo en el lugar. Barre con la mirada y comprueba que es un estudio de grandes dimensiones. Parece haber sido diseñado para que todas las líneas de visión se concentren en el enorme escritorio que se ubicaba en la pared central y que, claramente, domina todo el ambiente. Ve, sin asombro, que hay muy pocos estantes de libros. Se acerca entonces a la pared poblada de diplomas y certificados. Tiene que acercarse todavía un poco más para leer uno de ellos, el que más le llama la atención: un título de Ingeniero Químico, a nombre de la nación, otorgado por la Universidad Nacional de Trujillo.
–General –dice Acuña, desde el marco de la puerta del estudio.
Chiabra voltea en seguida.
–César –dice acercándose y dándole la mano–. Perdona que haya pasado a verte a tu casa.
–No se preocupe.
Chiabra señala el diploma que acaba de leer.
–Me había olvidado que eres ingeniero químico –dice el general.
–Yo también.
Chiabra alza las cejas y lo mira con un aire de extrañeza.
–No me malentienda –aclara Acuña–. Quiero decir que como nunca ejercí la profesión, a veces hasta me olvido de haberla estudiado.
–Claro, entiendo.
–Eso sí, siempre fui uno los primeros alumnos en toda la facultad.
–Caramba, en orden de mérito.
–No, en orden alfabético.
El general se encoge de hombros.
–¿Y te has inscrito en el Colegio de Ingenieros?
–No, yo ya acabé primaria y secundaria.
Tras una breve charla anodina sobre los diversos objetos que adornan el estudio, Acuña se sienta en el escritorio y, frente a él, el general.
–A ver, general, ¿qué ocurre? –pregunta Acuña cómodamente sentado, con los codos sobre el escritorio, como si fuera un juez al que vienen a pedir clemencia. Sin embargo, las líneas de expresión del general no eran las de alguien que buscara piedad, todo lo contrario.
–Las cosas son así. Usted me invitó a su bancada y yo le estoy muy agradecido, pero quedamos en que yo era libre de opinar lo que me venga en gana.
–¿Y acaso alguien le ha dicho lo contrario?
Chiabra abre la boca para decir algo, pero no sabe qué.
–Dígame, general –continúa Acuña–. ¿Acaso alguien de mi partido le pidió que cambié su voto o le dijo cómo debe opinar?
–Yo no digo que me estén diciendo qué hacer o cómo votar –responde Chiabra, elevando un poco la voz.
–¿Entonces qué le preocupa?
–Me preocupa la poca amabilidad de sus declaraciones.
–¿De qué habla?
–Dijiste que si yo o la señora Echaíz fuéramos del partido, hace rato que nos habrías expulsado.
Acuña baja la mirada y se demora en responder, en encontrar las palabras.
–Vamos, general, son cosas que uno dice en el momento.
–Más allá de eso, hay algo que debo preguntarte directamente.
–Dígame.
–¿Tienes alguna alianza con Castillo? Porque si es así, no vas a tener que expulsarme; yo mismo renuncio a Alianza Para el Progreso.
–Pero usted no pertenece al partido.
–Entonces primero me inscribo y después renuncio.
–Vamos, general.
–Pero no me responde: ¿tiene o no alguna alianza con Castillo?
Acuña dibuja una leve sonrisa. Luego se toma unos segundos para contestar.
–No, no tengo ninguna alianza.
La respiración de Chiabra se desacelera. El general se pasa la mano por la frente.
–Espero que me esté diciendo la verdad.
–A ver, general, ¿cuándo he dicho yo una mentira que no sea verdad?
Minutos después, otra vez sentado frente a la piscina, Acuña vuelve a mirar de reojo los titulares de los diarios. Una ola de entusiasmo lo embarga y otra vez se siente importante, una pieza imprescindible en el ajedrez de la política local. Piensa en quienes creen que no tiene el nivel de un estadista y da un largo suspiro. Cierra los ojos y se imagina, como tantas veces, que le ponen la banda presidencial. Está a punto de dar su primer mensaje a la nación cuando el timbre vuelve a sonar. “Acaso no puedo estar tranquilo en ninguna de mis casas”, despotrica.
–Doctor –dice la señora–. Lo busca una señora. Dice que se llama Echaíz.
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