El amigo al que no le salvé la vida.
El amigo al que no le salvé la vida.

Pocos días antes de colgarse del tubo de la ducha con los pasadores de nylon de sus botines Hi-Tec, Miguel se había echado a llorar leyendo una columna mía que encontró una tarde en medio de una ruma de diarios pasados en la oficina del programa. No supe si consolarlo o hacerme el loco. Me sentí corto de ir a su encuentro y hacer lo único que había que hacer en esa situación: darle un abrazo. Abrazarlo fuerte y no soltarlo. Creo que tuve miedo de que semejante arranque de ternura –tan poco varonil– fuera mal interpretado. A la natural incomodidad de ver un amigo rompiendo en sonoro llanto frente a uno, se añadía el desconcierto de saberse culpable de haber escrito el texto que ahora provocaba sus lágrimas. Le puse una mano sobre el hombro –gesto paternal que, además, quedaba perfecto en la figura de un jefe– y formulé entonces la estúpida pregunta de rigor: “¿estás bien?”. Me dijo que sí, que lo que pasaba era que se había identificado con algo que yo decía en ese artículo. Más con curiosidad de columnista que de amigo, le pregunté con qué. “Con la parte en que tienes que irte a dormir al sofá” –me contestó. No me acuerdo mucho de los detalles, pero sí recuerdo vagamente que aquella crónica era una especie de inventario medio cursi de todas las cosas que yo extrañaba de alguien amado que acababa de mandarse mudar. Lo último que imaginé mientras la escribía era que, con ella, iba a hacer llorar a mi rudo camarógrafo de batalla. Tratando de disipar la tensión, me senté a su lado y le hice un par de preguntas indiscretas que fueron recibidas con un suspiro y una sonrisa de resignación. Secándose los ojos, Miguel se animó a contarme un poco más, pese a que hacía pocos meses que trabajábamos juntos y a que –aunque nos llevábamos muy bien– no teníamos tanta confianza como para hablar de temas personales. “Creo que mi mujer y yo nos vamos a separar” –me confesó, por fin– “tampoco quiero conformarme con dormir en el sofá toda mi vida”. “Toda mi vida” –dijo, como decimos todos cuando queremos referirnos a una eternidad, como decimos siempre los que ilusamente pensamos que la vida nos va a durar toda la vida. ¡Quién hubiera sido brujo para saber que “toda la vida” significaba apenas unos cuántos días más!

Cuando se mató –sucede lo mismo cada vez que alguien se mata– me obsesioné con encontrar señales, mensajes cifrados, respuestas. Me obsesioné, en realidad, con encontrar culpables. Y en medio de esa pesquisa irracional terminé culpando absurdamente a un humorista gráfico (de “El otorongo”, faltaba más), al que le envié la siguiente carta desgraciada: Estimado dibujante, me tomo la libertad de escribirte aunque no nos conozcamos en persona porque supongo que sabemos quiénes somos. Soy un admirador de tu trabajo aunque no sea esa la razón por la que hoy te escribo. Lo que te voy a contar te resultará escalofriante, pero me parece que tienes que saberlo: eres un artista y sabrás procesarlo. Sucede que –no sé si lo sabes– en el programa que hice hasta hace poco, tenía una secuencia de comentarios de libros que se grababa cada semana en la librería Crisol del óvalo Gutiérrez. La última vez que grabé lo hice con Miguel, mi camarógrafo. Ese día todo transcurrió con tanta normalidad que hasta llegué media hora tarde tal y como era mi (mala) costumbre. Grabamos comentarios de libros de todo tipo: literatura, cocina, fotografía y hasta autoayuda. Cuando acabamos, me despedí de Miguel y me fui a mi jato, dejándolo enrollando los cables y guardando las luces. Días después, Miguel fue encontrado muerto en el baño de su casa. Hoy regresé a Crisol y uno de los vendedores se me acercó discretamente. Me dijo que sentía mucho lo de mi amigo, que era un pata muy bacán, que siempre conversaban mientras me esperaba. Y me contó que aquella tarde, antes de irse, Miguel se había comprado un librito con el que se había estado riendo solo, a carcajadas.

Aquel libro no era otro que tu extraña joya del humor negro, ese maldito compendio tuyo de chistes sobre el suicidio al que has titulado Mátate. Miguel tenía treintipocos años y era el prototipo del camarógrafo encantador del que –al terminar la grabación– los entrevistados se terminan enamorando irremediablemente. Y no solo los entrevistados, también –cómo no– algunos de sus compañeros de trabajo. No solo era guapo y atlético, el muy pendejo, sino que combinaba su aparente seriedad con un travieso sentido del humor y un cierto sutil aire de vulnerabilidad que lo hacía irresistible. Parecía un tipo seguro de sí mismo, apacible y razonablemente feliz, era muy bueno en lo que hacía, amaba viajar, acampar, nadar, montar bicicleta y bailar las canciones de The Cure y Depeche Mode. Estaba enamorado de su chica, tenían una hija preciosa, es decir, era la clase de persona de la que uno diría, a simple vista, que no le falta nada en esta vida. Pero algo inmenso le faltaba, por supuesto. ¿Cómo saber cuál era aquel vacío gigantesco? Existía algo que –como dijo el poeta– le hacía una falta sin fondo. Algo o alguien que su pobre corazón se aburrió de no encontrar. Nunca supimos lo que era y, aunque algunos creamos adivinarlo, lo más probable es que nunca lo sepamos. Han pasado ya más de once años desde que Miguel –con todo derecho– terminó con su suplicio y se mató. Y hoy que los últimos sucesos me han hecho volver a recordarlo, con dolor, he buscado otra vez sus viejos correos electrónicos con la boba ilusión de encontrar alguna pista, alguna señal. He leído sus cartas muchas veces. Suelo hacerlo, especialmente con las cartas de los muertos. Pero hoy he encontrado esta que no recuerdo haber leído antes y que perfectamente podría haberme escrito ayer.

Beto:
Deberías hablar con el dueño del canal y arreglar todo esto por las buenas.
Deberías evitar decir siempre lo primero que te viene a la cabeza.
Deberías jurar en cámaras que nunca hablarás mal de ningún auspiciador. Debería darte un abrazo.
Miguel

Cuánta razón tienes, Miguelito. Tenemos que abrazarnos más. Abrazarnos mucho. Fuerte. Pronto. Urgente.

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