“Hay que aplaudir que todavía no hemos muerto, me imagino. Hay que cantar para avisar que estamos vivos”.
“Hay que aplaudir que todavía no hemos muerto, me imagino. Hay que cantar para avisar que estamos vivos”.

Con la bestia del COVID-19 desbocada, pisándonos los talones, saltamos enmascarados de avión en avión pero no hay escapatoria. Esta es la segunda entrega de .

Lo primero que me sorprendió al aterrizar en La Guardia Airport fue que ahí ya todo el mundo tenía la cara tapada y comenzaba a respirarse la atmósfera de plaga bíblica que, en pocos días, cubriría por completo la ciudad. Y el mundo, sin ir más lejos. A la salida de la zona de equipajes, en medio de todos esos choferes sin rostro que mostraban i-Pads con los nombres de sus pasajeros, me esperaba Greg, joven valor del college basketball y del stand-up comedy amateur al que, de cariño, llamamos “El Blanco” porque es lo más gringo que se pueda imaginar. Primogénito de los dueños del extinto restaurant peruano de Christopher Street en cuyas cocinas fatigué cacerolas hace casi dos décadas, el gracioso Greg había dejado de ser el Chucky ladilla que chivateaba entre las mesas -haciendo trastabillar a los camareros- para convertirse en un broder más bien laxo y contemplativo que solamente articulaba sonidos cuando era estrictamente indispensable. Mientras manejaba orgulloso la camioneta de su mamá, Greg me anunció que, a cambio de una módica suma de alquiler, él se regresaría gustoso a vivir con ella para dejar a mi disposición su amplio piso en el Midtown. Acordamos un precio que a ambos nos pareció razonable y le dije que, como máximo, me quedaría un par de semanas. Lo cierto es que yo, con bastante anticipación, había hecho una reserva en un bonito hotel de Brooklyn -con vista al célebre puente- en el que hacía tiempo quería hospedarme pero gastar tanto billete para languidecer allí durante los días interminables de la peste me pareció absurdo, así que aborté el plan para optar por una alternativa más franciscana y acorde con los tiempos ásperos que nos tocaba vivir. El loft de Greg tenía unos amplios ventanales con vista lateral al río Hudson, un complejo de multicines (cerrado por pandemia) justo enfrente y el Central Park -hoy convertido en hospital de campaña- a solo veinte minutos de caminata a buen tren. Tenía también un amplio kitchenette (providencial en estos días en que los restaurantes habían dejado de existir), pisos de madera, un baño gigante con bañera y un único dormitorio con una cama queen que -detalle inquietante- había sido cubierta con una enorme, y seguramente abrigadora, frazada de tigres. El detalle me pareció curioso pero -negligente de mí- no le di ninguna importancia. Lo pasé por alto como un toque más bien ayahuasca, una excentricidad. Craso error. Aquel era un claro presagio. Todo el mundo sabe que una frazada de tigres es, pues, una señal que anuncia el fin de tu libertad, la inminencia del cautiverio: una garra canera. No lo vi venir. No fui capaz de descifrarlo. Hay que saber leer las señales en el momento exacto.

Salgo a la ventana de mi hotel y veo pasar la camioneta del Ministerio de Propaganda con esos parlantes que se encargan de exaltar los ánimos patrios con las sagradas notas del “Contigo, Perú”. La veo pero no la escucho, felizmente. Si de Polo Campos se trata, me quedo con “Cuando llora mi guitarra”. Con “Regresa”. Se supone que, a golpe de ocho, hay que salir a aplaudir y cantar pero los vecinos del edificio de enfrente no parecen tan entusiastas como los que salen en los spots. Hay que aplaudir que todavía no hemos muerto, me imagino. Hay que cantar para avisar que estamos vivos. Para mí, es el día número ocho de cuarentena, recién. Es la mitad del camino recorrido. Constato que el confinamiento me afecta menos que al humano promedio. Será que la rutina de retiro espiritual miraflorino no difiere demasiado de mi vida antes del virus: vivo solo, no escucho radio, no veo tele, no hago tonos, no vivo 24/7 con unos headphones incrustados en el cráneo. Sin habérselo prometido a ninguna virgen, cumplo -desde hace varios años ya- con un severo voto de silencio como la carmelita descalza de convento de clausura que, en el fondo, soy. I’m just a poor boy, nobody loves me. No me achicopalo ante la negra perspectiva de un día en blanco. No me asusta el borboteo infernal de lava impaciente que bulle aquí dentro. Everything is gonna be alright. Odio la paz del alma pues la poseo. Mi rutina es sencilla y eficaz. La tengo apuntada en mi agenda para hacer de cuenta que tengo un culo de cosas por hacer. Hablo por teléfono tres kilómetros diarios. Caminando alrededor de mi cama, se entiende. Al caer la tarde, troto sobre el sitio otros tres y mortifico la carne (carne es un decir), con tres series de treinta abominables para intentar que el exquisito pan con chicharrón y camote frito con que nos engrieron hoy en el desayuno no se me vaya directamente a la papada. Esa es la buena noticia, la mala es que hago siesta. Mínimo, ¿no? Ya que esta espléndida cama king va a desperdiciarse porque no hay con quién, que por lo menos nos prodigue el privilegio de hibernar a placer. Mucha abstinencia puede ser dañina para la salud y yo siento que hace años que no la veo. Escribo. Veo una película. Leo. Me da la pensadora. Quemo techo. Hueveo. Me prometo a mí mismo no enloquecer demasiado. Y eso que no es la primera vez que vivo en un hotel -es la tercera- de modo que es muy pequeño el riesgo de ser presa del síndrome de las cabañas que desquició a Jack Torrance en el Overlook Hotel de “El resplandor”. Pero, aunque Jack mecanografiaba al infinito la misma frase, tenía un montón de patios, laberintos y jardines para salir a jugar. En cambio, lo mío, por razones de espacio, se asemeja más a la odisea de la diva cautiva en su camerino de “Monitor”. Convengamos entonces en denominar a esta temporada de impedimento de salida (del cuarto) y estricta inamovilidad como The Laura Bozzo Experience.

Todavía alucinado por la montaña rusa de Aerosmith, Tony me llamó de Orlando el domingo 15 de marzo para contarme que -por orden del gobernador del Estado- acababan de clausurar, hasta nuevo aviso, todos los parques temáticos de la Florida.

- Un día más y no la hacíamos.

- Qué lecheros.

- Ahora sí… ¡New York, New York!

- Pucha, Tony, yo creo que mejor te regresas a Lima.

- ¿Qué fue? ¿Ya no quieres que te dé el alcance?

- No es eso, zonzo, sino que acá en Manhattan también están cerrando todo. Nos cierran los aeropuertos y sonamos.

- No creo, solo es una semanita más. No va a pasar nada.

- Piensa bien, ah. Después tus hijos te van a reclamar, después no quiero lamentos.

- ¿Qué quieres tú?

- ¿Qué quiero yo? Ese no es el asunto. Decide tú.

-Me voy contigo -me dijo Tony, sin imaginar que ese avión que estaba a punto de abordar lo llevaría directamente al ojo del huracán. La epidemia ya acechaba desde lo alto, encaramada a la punta del Empire State como un King Kong aterrador. No habíamos visto nada todavía. La peor montaña rusa de todas estaba a punto de empezar.