En Lima se registraron protestas el pasado 1 de marzo. Foto: jorge.cerdan/@photo.gec
En Lima se registraron protestas el pasado 1 de marzo. Foto: jorge.cerdan/@photo.gec

Otra vez el país se encuentra al borde de una crisis social. Otra vez la producción, el trabajo y la libre movilidad de los ciudadanos se tornan amenazados. Desde los últimos disturbios no se logró recuperar la paz.

En algunos lugares que estaban azotados por la violencia se alcanzaron acuerdos entre comunidades y empresas para volver a trabajar, pero igual, en las zonas más alejadas del país, las carreteras y los caminos siguieron bloqueados. En tales condiciones, el trabajo y la producción no se normalizaron.

En algunos casos el Ejecutivo anunció con bombos y platillos que se iban a reanudar las operaciones, pero en realidad no fue así. La ausencia del Estado en el interior del país es tal que las rocas y los piquetes de comuneros continúan poniendo la producción y el trabajo de la gente en vilo. Andahuaylas ha anunciado una nueva paralización, la que muy pronto se extenderá a toda Apurímac, Puno sigue paralizado, Ayacucho está convulsionado; de solución definitiva de los conflictos del mes anterior no hay ni el título; y ya están por comenzar nuevos trances.

La tarea principal es de las fuerzas de seguridad, desde luego, pero se necesita una postura real desde el Ejecutivo. No bastan las advertencias ambiguas sobre la obligación que tienen todos los ciudadanos peruanos de respetar la ley, incluso en esos parajes desolados.

Y si existen autoridades en el país, es justamente para hacer cumplir lo que manda la Constitución y, en este caso, el Código Penal.

Las fuerzas de seguridad, adicionalmente, no pueden limitarse a “meter palo”, como suele decirse, cada vez que se producen hechos como los que describimos. El Gobierno debe aplicar estrategias de inteligencia y participación social para pacificar las zonas conflictivas y de ese modo asegurar o proteger las actividades extractivas, agrícolas y comerciales que no solo significan divisas para el país, sino empleo para miles y miles de trabajadores y familias que dependen, directa o indirectamente, de esas operaciones.

Lo que viene ocurriendo con la mina San Rafael, en Puno, el principal yacimiento de estaño en el Perú, o en las Bambas en Apurímac, o en los yacimientos petroleros en el oriente del país, donde el Gobierno tiene una responsabilidad insoslayable, no puede continuar.

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