Gustavo Adolfo Bécquer (Foto: Wikimedia).
Gustavo Adolfo Bécquer (Foto: Wikimedia).

Ahora que el contempla con cierta incredulidad los escarceos rusos. O que Boris Jhonson se enfrenta a su propia estupidez. Y que los Papas, el regente y el emérito, piden perdón a deshora por los desmanes sexuales de algunos de sus servidores.

Ahora que el Perú conmueve al mundo por su facilidad en constituir gobiernos. O que Estados Unidos inicia su espiral inflacionista, sumergida en la creciente vacuidad de Biden; o que España, mejor dicho, una región de España vivirá unas elecciones que supondrán el espaldarazo de unos y la hecatombe de otros, a mí solo se me ocurre, en el día de San Valentín, que el mundo sería otro si nuestros gobernantes amaran a su país. Ya lo decía San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, porque si de verdad se ama, con la fuerza que sugería Borges, está en la esencia misma de la palabra (“en el nombre de la rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra Nilo”), sería imposible que los gobiernos se enrumben a propiciar guerras, hundir economías o mantener regímenes más atentos a sus propios intereses que a los generales. Si aplicaran la máxima del santo, seguramente el mundo sería mejor. Estaría encaminado hacia el bien común de sus habitantes, y no a la egoísta satisfacción de la vanidad de sus regidores.

Porque se nos gobernaría como somos. “Directamente sin problemas ni orgullo”, como decía Neruda. En función de nosotros, y no en beneficio de unos pocos, incapaces de amar a su país, como amó Gustavo Adolfo Bécquer, capaz de detener el vuelo de las golondrinas, o incrustarse en las tupidas madreselvas simplemente por la fuerza consciente y desinteresada del amor.

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Feliz San Valentín, que bien podría ser el día dedicado a eso tan distante pero tan concreto que es el bien común de la ciudadanía.

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