Dina Boluarte y los miembros del gabinete liderado por Alberto Otárola. Foto: Presidencia
Dina Boluarte y los miembros del gabinete liderado por Alberto Otárola. Foto: Presidencia

Los peruanos hemos renunciado a tener un ideal de nación. La idea de ser un país verdaderamente desarrollado, tan debatida en el Siglo XX por intelectuales de alto calibre como Jorge Basadre, ha terminado por sucumbir ante una clase política sin mayores pretensiones que enriquecerse y ante el espejismo de los números macroeconómicos.

El Perú se encuentra a la deriva, va de tumbo en tumbo esperando algún día llegar a alguna costa. No hay tierra a la vista. Las constantes crisis políticas, vacancias, cierres del congreso, intentos de golpe de estado, han impedido que el país tenga un verdadero poder ejecutivo que piense en la consolidación de planes nacionales reales. Tanto la inmadurez política de Fujimori, la manipulación mentirosa de Vizcarra, como la desvergonzada improvisación de Castillo nos han puesto en el panorama actual: con una presidenta que no gobierna, que solo se dedica a defenderse de las acusaciones de corrupción. Boluarte se mantiene en el poder sostenida por quienes fueron sus enemigos políticos, que la seguirán utilizando hasta que les sea conveniente. Los juicios y la cárcel están después de eso.

Los congresistas se empecinan en mantener a la presidenta en el poder hasta el 2026. La excusa fue que se debían aprobar reformas antes de aceptar el adelanto de elecciones. Mentira. Hoy no tenemos ningún solo intento real de reforma del sistema electoral y el pacto entre el gobierno y el congreso es claro: hay mamadera para todos. Es muy difícil pensar que vamos a resistir este desgobierno hasta el 2026, cuando la calidad de vida de los peruanos ha disminuido, cuando nos enfrentamos a la destrucción por los desastres naturales y cuando la mayoría de la población ha dejado de creer en el sistema democrático. Cuidado. Puede que el hartazgo aumente con el tiempo. No vaya a ser que, por no querer reformar nada, ni siquiera las comas, los defensores del status quo terminen por perderlo todo dentro de poco tiempo.

Somos un país-fachada. No existe un solo político en el Perú, sea de derechas o de izquierdas, que hable de un ideal de nación. Nadie habla de cambios para que la descentralización funcione. Nadie habla de la necesidad de la creación de un verdadero sistema educativo. Nuestras escuelas se caen a pedazos y gran parte de nuestros profesores tienen un nivel educativo deplorable. Es más, al revés, nuestros políticos están dinamitando la calidad universitaria. Nadie habla de la reforma integral del sistema de salud ni de una estrategia para contener la hambruna mundial. Menos de un sistema ferroviario nacional o un sistema nacional de irrigación, reservorios y manejo de cuencas. No tenemos una política internacional clara. En decir, no estamos jugando el ajedrez y la agenda nacional ha quedado reducida a los dimes y diretes entre los poderes del estado.

Sin embargo, el Perú es el país con la mayor cantidad de reservas internacionales de Sudamérica y es el país de la región con el mejor manejo monetario. Tenemos el mejor banco central del mundo gracias a la loable labor de Velarde, quien ha mantenido a raya el proceso inflacionario. Pero ¿De qué sirve si no somos capaces de invertir el dinero en mejorar la calidad de vida de todos los peruanos, si no podemos educar a nuestros hijos, si no tenemos un buen sistema sanitario, si millones de peruanos siguen sin acceso al agua potable, si tenemos miedo a salir a las calles por la delincuencia, si nuestras ciudades del norte se hunden en el fango por no tener un sistema de drenaje, si nuestros niños en la puna mueren envenados de plomo, si solo la minoría del país tiene acceso a la formalidad, si la pobreza ha aumentado? ¿Hemos perdido la capacidad de tener sueños, esperanzas, ideales nacionales?

Los números macroeconómicos son un espejismo si es que estos no se ven reflejados en el día a día de los ciudadanos que, raíz de la pandemia y la crisis política, viven peor que antes. Cuando el estado no es capaz de ofrecer posibilidades reales a su población, esta busca alternativas ilegales. La delincuencia juvenil y el narcotráfico siguen seguirán aumentando mientras no existan políticas concretas para encausar al país. Si no somos capaces de ver el problema, de discutirlo y de hacer las reformas necesarias para cambiar la situación, se terminará por revertir los numeritos de los organismos internacionales. No vaya a ser que, por dedicarnos a acumular oro, terminemos muriendo de hambre.