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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: San Valentín en la maletera
“Convengamos que el enamoramiento no es el estado ideal del ser humano. Nunca tan vulnerables, obsesivos, inseguros y volátiles que cuando estamos en ese estado de dulce idiotez. Hasta la borrachera pasa más rápido”.
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El que una mujer en San Isidro se haya metido en una maletera para vigilar las actividades privadas de su pareja dice mucho acerca de lo disfuncional que puede ser el amor.
El que se haya metido en esa maletera con una sensación térmica por encima de los 30 grados y en el peor tráfico del mundo dice también que el amor puede ser perfectamente idiota.
Eso no es amor; son celos, se dirá. En todo caso, la interpretación tóxica del sentimiento supuestamente más puro como un circuito dependiente y posesivo debe ser el mayor equívoco que hacemos como especie luego de ese esperpento que es la pizza hawaiana.
Convengamos que el enamoramiento no es el estado ideal del ser humano. Nunca tan vulnerables, obsesivos, inseguros y volátiles que cuando estamos en ese estado de dulce idiotez. Hasta la borrachera pasa más rápido.
Cuando estamos enamorados, deformamos la realidad interpretando irracionalmente lo que nos sucede como algo predestinado por los dioses. El premio: esa otra mitad que nos dice gordis.
El inacabable Niño de Linares, Raphael, lo sentencia claramente: Estar enamorado es confundir la noche con el día. Debería estar prohibido usar tarjetas de crédito en ese estado de entendimiento disminuido.
Nuestro cerebro no busca la verdad, sino la supervivencia. El camino más eficaz respecto a ello se expresa por la vía del apego y la reproducción, con su sabroso pre-requisito. La gentil civilización humana, revistiendo esa calentura de música y literatura, lo rebautizó como amor.
El ansia de fusión con otro organismo, manera biológica de neutralizar la muerte de millones de células que perdemos al día, hace generar vínculos profundos, activando mecanismos fisiológicos en los que se mezclan impulsos maternales y sexuales. Bajo ese hechizo nos arrastra la bobería al descubrir que tu amor es azul como el mar azul [1].
Una manera de evitar acabar ahogado entre peluches y bombones es estar enterado de la función de las cuatro hormonas de la felicidad. Son las que deberían estar equilibradamente presentes ahí donde el amor pretenda no ser nombrado en vano.
La oxitocina es la principal. Su generación se asocia al parto y la lactancia, activándose luego con el contacto físico. Hacer el amor produce oxitocina, lo que sustenta la fidelidad y la creación de vínculos afectivos con la pareja. Camerón Díaz, haciendo de choque y fuga en la película Vanilla Sky, se lo reclama en la cara a un Tom Cruise en modo Christian Domínguez:
¿No sabes que, cuando te acuestas con una persona, tu cuerpo hace una promesa?, luego de lo cual estrella el auto que conduce matándose ella y desfigurando al personaje de Cruise a niveles de olluco.
La dopamina es la hormona de la recompensa inmediata. Es lo que domina las fisiologías de los Christian, sean Domínguez o Cueva. Los más avezados picaflores son sospechosos de déficit de oxitocina o destete prematuro.
La serotonina es un neurotransmisor de efecto sedante. En los deprimidos y enamorados (¿no son lo mismo?) sus niveles se caen al piso, para luego recuperarse cuando pase el temblor. Por eso la primera etapa del amor supone harto estrés, lo que emparenta al enamorado con el perro de techo: ambos son ansiosos permanentes.
La endorfina, el azúcar en polvo de la recompensa, se activa con el placer, tal como cuando comemos chocolates. Eso explica que tanto enamorados como abandonados encuentren por igual en el cacao un refugio que los comprende.
De la sutil y juiciosa combinación de estos químicos es que depende la azarosa aventura del amor, buscando la conjunción entre querer y desear, entre recompensa inmediata y fidelidad duradera, a fin de sobrellevar dignamente la tormenta de soledad, y tentación de conjurarla, en que navegamos.
Esta celebrada irracionalidad que nubla pensamientos y quiebra voluntades tiene señas patológicas que son las que acaban resolviéndose dentro de una maletera. A pesar de ello, sigue siendo una digna causa perdida. Posiblemente la mejor de todas las desventuras.
Coco Salazar, feo, flaco y enjuto pero encantador enamorador ahí donde los hubiera, tenía una sentencia que repetía y repetía, ecolalia que resonó hasta en los últimos días de su vida. Su existencia terminaba en su ley, con el corazón roto por el tabaco y las mujeres.
En una de las últimas visitas luego de recibir el marcapasos de un difunto al que aún le quedaba latir mecánico, y con el catéter de oxígeno colgando indecente de la nariz, forzó la sonrisa para volver a parafrasear a su héroe Jean Valjean y repetir su mantra de caza, cortejo y amistad:
El amor no sirve para nada. Solo para vivir.
Murió a los pocos días. Pero tenía razón.
[1] Christian Castro dixit.
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