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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Nostalgias mundialistas

“Los hinchas franceses, una azul minoría, estaban maravillados por el abrumador entusiasmo de miles de peruanos —y un israelita— a 15 mil kilómetros de donde deberíamos estar”.

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Fecha Actualización
El 15 de noviembre de 2017, cuatro estaciones acelerométricas del Instituto Geofísico del Perú confirmaron que la felicidad peruana podía existir.
A las 9 y 43 de la noche, mientras el país estaba adherido a una pantalla viendo el partido definitivo de repechaje contra Nueva Zelanda, se detectó un microsismo de 1 grado en la escala de Richter. No hubo muertos ni heridos. Todo lo contrario. Fue un evento de sanación masiva.
El movimiento era imperceptible para el humano. Pero su origen era notoriamente emocional: Jefferson Farfán, tras cachetazo con desprecio ejecutado por tres dedos del pie derecho de Christian Cueva, anotó el primer gol peruano que nos regresaba a un mundial luego de 36 años de pena, piña y lástima. Farfán lloraba en la cancha mostrando una camiseta con el nombre de Paolo Guerrero, su compañero de pobreza y éxito, suspendido por el extraño caso del mate de coca. El país saltó de alegría; el país tembló de emoción.
Mi hijo tenía cinco años y participaba eufóricamente del sismo sin ser consciente del dilema emocional en el que se estaba embarcando: de ahora en adelante, tal como nos había sucedido a otros por obra de México 70 o España 82, para él nuestra selección sería mundialista por naturaleza. Una certeza improbable que se alimenta de cálculos matemáticos y calzoncillos.
El niño ya era un creyente nativo, resultado del optimismo opiáceo que la serena muñeca de Gareca le había transmitido al país. Como en un partido amistoso había salido a la cancha con Ruidíaz, sujetándole la misma mano con la que el delantero de su tamaño le había hecho un gol a Brasil en la Copa América, el chiquillo ya se sentía parte del equipo, como todo el país.
Confirmada la clasificación salimos a la calle para que él viera, y yo recordara, la apoteosis callejera que nos había sido ajena por casi cuatro décadas. Discurriendo entre ebrios y eufóricos, un mar de banderas y niebla de bengalas rojiblancas, el niño dejó de hablar. Apretando mi mano con fuerza, gesticuló con las cejas para que viera lo que teníamos enfrente: una inmensa reproducción del balón oficial de Rusia 2018 dominando el óvalo de Miraflores. Nacía una nueva religión.
Seis meses después de esa epifanía, por obra y gracia de un oficio donde no se gana pero se goza, iba camino al límite entre Europa y Asia, Siberia, a una ciudad famosa por ser el lugar donde los bolcheviques habían asesinado al zar Nicolás II, su esposa, cinco hijos, dos criados y el cocinero de la familia. Ahí, en Ekaterimburgo, jugaría Perú su permanencia en el mundial tras otro asesinato masivo, el de un país entero, gracias al penal de Cueva. El rival era Francia, futuro campeón.
El himno alterno peruano escrito sobre una servilleta en 15 minutos por Augusto Polo Campos, “Contigo Perú”, opacó largamente a la pomposa Marsellesa francesa. Los hinchas franceses, una azul minoría, estaban maravillados por el abrumador entusiasmo de miles de peruanos —y un israelita— a 15 mil kilómetros de donde deberíamos estar.
Desde la cancha, con imperturbable serenidad, un mocoso francés de 19 años veía este espectáculo sin pestañear. Era Kylian Mbappé, hispanohablante versado que entendía perfectamente aquello de que se haga victoria nuestra gratitud.
Pero, por más que Gareca nos había demostrado que lo contrario era posible, pasó lo que tenía que pasar. El destino. Un descuido de Paolo, rebosante de entusiasmo, pero falto de fútbol, le regaló la pelota a Francia y Mbappé no nos perdonó en el minuto 34. El ánimo se sumergió en un hoyo sin fondo que ni el más generoso flujo de cerveza podía llenar. Pero desde esas profundidades oscuras un estadio blanquirrojo siguió sonoramente apostando por un imposible. Casi llega cuando un zapatazo de Aquino se estrelló en la escuadra izquierda de la portería de Lloris, esquina maldita de la puta Siberia.
Al terminar el partido había lágrimas en la cancha y en la tribuna. Horas más tarde, en un aeropuerto de Ekaterimburgo transformado en camposanto peruano, un grupo de hinchas desconsolados escuchaba a una señora que decía ser familiar de un seleccionado. Con rabia retroactiva aseguraba que el penal ante Dinamarca debería haberlo pateado su hijo, pero Cueva se apoderó de la pelota porque era el santo de su hijo y quería dedicárselo. La pena era un cólico en el que simultáneamente se reunían la furia y el agradecimiento. La selección peruana era el primer país sudamericano eliminado de Rusia 2018.
Pero qué diablos: habíamos vuelto a un mundial.