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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Mi estadio por un caballo

“Salvo Pegaso, todo caballo ha de morir. Lo inadmisible es que esa muerte sea indigna, por no decir estúpida, agregado peruano habitual a la vileza”.

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Si alguna criatura viviente debiera ser inmortal, esa debería ser el caballo.
Su conjunción de belleza sin vanidad y nobleza sin presunción lo convierte en un animal preciosamente único, muy por encima de la medianía existencial con la que nos desenvolvemos el resto de seres vivos.
Lo anterior bastaría para confirmar una natural predisposición de algo cercano a lo perfecto, siendo que este bravo cuadrúpedo tiene la añadida humildad de llevar sobre su lomo carga indigna de su jerarquía. Esto nos incluye.
Pero, salvo Pegaso, el alado caballo mitológico que Zeus hizo eterno en una constelación, todo caballo ha de morir. Lo inadmisible es que esa muerte sea indigna, por decir estúpida, que es el agregado peruano habitual a la vileza.
Esta semana un caballo murió en el Perú de la peor manera en que puede morir un caballo en el Perú: atropellado por un ómnibus. El animal salió en estampida asustado por inútiles fuegos artificiales de un igualmente intrascendente partido de fútbol peruano, deporte con mayor índice de alcoholismo que calidad. Esa no es muerte decorosa para un animal hecho de leyendas.
Los caballos construyeron el mundo. Cruzaron océanos, conquistaron civilizaciones, guerrearon sin descanso en nombre de todos los odios, ambiciones y virtudes humanas. La historia recuerda con respeto y cariño a un considerable número de caballos inolvidables.
Bucéfalo era el nombre de la cabalgadura de Alejandro Magno, equino de cabeza intimidante, como de buey, y de quien se asegura tenía los ojos de distinto color, como Bowie.
Babieca era el caballo de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, a quien hizo cabalgar aún de muerto, amarrado su cadáver a la montura para intimidar al enemigo en la batalla.
Vizir, uno de los caballos de Napoleón, yace embalsamado en el Museo Militar de París, al lado del impresionante Panteón que alberga los breves restos del genio militar que no era tan buen jinete. El caballo blanco de José de San Martín, que nunca fue blanco sino negro, sobrevive en bronce sobre granito en trote inmóvil sobre la plaza limeña que lleva su nombre.
Había también, años atrás, un caballito pinto momificado en el Parque de las Leyendas que, aun cadáver y con mirada de canicas, hacía soñar a los niños con cabalgatas imposibles a confirmadas por una foto memorable.
Un partido de fútbol mediocre no es más importante que un caballo. Su fortaleza y altura, ventajas estratégicas en una confrontación violenta, fueron las principales razones por las cuales estos animales unilateralmente fueron incluidos como extensión de la fuerza de choque humana.
Pero, ya en el siglo XXI, cuando habitamos entre máquinas más inteligentes que muchas personas, resulta primitivo seguir utilizando a estos animales para contener las miserias que acometemos unos contra otros. Entre estos actos medievales destaca el comportamiento barbárico en partidos de fútbol, especialmente los irrelevantes, que suelen apoyarse en el consabido estruendo pirotécnico que enajena a niños, ancianos, discapacitados y animales.
Este pobre caballito de la Policía que se estrelló contra el parabrisas simbólico de la brutalidad nacional se llamaba León.
Un poema no resuelve nada. Pero Washington Delgado supo establecer por qué todos necesitamos un caballo en casa, así no lo merezcamos:
Un caballo en casa
Guardo un caballo en mi casa.De día patea el suelojunto a la cocina.De noche duerme al pie de mi cama.Con su boñiga y sus relinchoshace incómoda la vidaen una casa pequeña.¿Pero qué otra cosa puedo hacermientras camino hacia la muerteen un mundo al borde del abismo?¿Qué otra cosa sino guardar este caballocomo pálida sombra de los prados abiertosbajo el aire libre?En la ciudad muerta y anónima,entre los muertos sin nombre, yo caminocomo un muerto más.Las gentes me miran o no me miran,tropiezan conmigo y se disculpano me maldicen y no sabenque guardo un caballo en mi casa.En la noche, acaricio sus crinesy le doy un trozo de azúcar,como en las películas.Él me mira blandamente, unas lágrimasparecen a punto de hacer de sus ojos redondos.Es el humo de la cocina o tal vezle desespera vivir en un patiode veinte metros cuadradoso dormir en una alcobacon piso de madera.A veces piensoque debería dejarlo irse librementeen busca de su propia muerte.¿Y los prados lejanossin los cuales yo no podría vivir?Guardo un caballo en mi casadesesperadamente encadenadoa mi sueño de libertad.
Galopa libre, caballo peruano muerto por las puras.
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