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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: La gata a la que no le importaba nada

“El plan de vida de Misha giraba en torno a que le sirvieran comida a tiempo y la dejaran en paz. Luego dedicaba sus mejores horas a observar alrededor con una actitud próxima al desdén”.

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Los gatos no tienen dueños. Tienen criados. Como tales, vivimos permanentemente asombrados de la independencia de nuestros amos de cuatro patas, esforzándonos por robarles una caricia. Los gatos administran ese contacto no solicitado como una molestia. La tienen clara: no nos deben nada.
Cuando hace unos meses una gata recogida de La Victoria llegó a casa sin ser invitada, dejó prontamente establecida esta jerarquía. Determinó que la hasta entonces mascota reinante de ese predio, un perro, era un ser menor. Un mamífero arrastrado, temple propio a ese bullicio convulsivo que tienen por voz.
A diferencia del can, una bulldog francesa llamada Frida que hasta entonces era líder, a la gata recogida le valía madre si alguien le hacía caso. Su plan de vida giraba en torno a que le sirvieran y la dejaran en paz. Luego dedicaba sus mejores horas a observar con una actitud próxima al desdén.
En un momento empezó a mostrar señales de atención. Sucede cuando el gato reconoce a su criado humano: congeniar es el término conmiserativo que se utiliza. Para esa miseria de interés se invirtió un volumen desmesurado de afecto no correspondido.
La gata llegó con el nombre de Misha. Alborotó también el barrio. Empezó a rondar en la vecindad la alerta ante la presencia de un gato callejero blanco deformado por un tumor en el rostro –un engendro infernal–, que por las noches se metía por los techos en busca de amor gatuno. Un pelo de gata jala más que dos bueyes.
En esta casa ese gánster erótico entró más de una vez. Marcaba el lugar con un orín ácido y pestilente, arrastrado por las bajas pasiones de querer inseminar a la doncella victoriana. La esterilización de la gata reducía ese impulso reproductivo a un vicioso ejercicio de fornicio techero sin futuro. Ese gato deforme era una amenaza erótica.
Una vez mi menor hija, que a la vez tenía a Misha como hija putativa, con lo que eso implica, se encontró nocturnamente con este felino monstruoso. No vio un gato, vio un tumor con bigotes que olía a rayos, y que le mostraba los colmillos mientras trastocaba la inocente cultura iconográfica de gatitos tiernos por terror. La niña tuvo pesadillas durante días. Ese gato no solo quería perjudicar a Misha: venía por todos.
Un día de la semana pasada, Misha se fue de casa. Sucedió a la hora de acostarla, para lo cual sus criados humanos ya tenían un ritual establecido abruptamente interrumpido por el vacío. Se reveló como una ceremonia que hacíamos para nosotros, no para el gato.
Se recorrieron las calles vecinas buscándola como se procura a un familiar en peligro. Se gritaba su nombre destempladamente desde el techo ante la cruel belleza de la puesta de sol limeña, y nada. Era como si jamás hubiera existido. Un invento peludo y enigmático, que en el mundo real se había rendido ante la oferta de sexo duro.
El desproporcionado peso de su ausencia hacía cuestionar la naturaleza de los sentimientos humanos. Hay dolor real, importante, en el mundo. No era el caso. Era solo un gato. Pero, cuando la niña seguía sirviéndole comida llamándola para que apareciera por ese acto de magia que puede ser el apetito, el sentido común tambaleaba. Lo que debía estar pasando Misha no se lo merecía ni la más desagradecida de las mascotas.
Tal como les sucede a los mutilados, por las noches aparecía la sensación fantasma del miembro perdido: algo parecido a su lomo nos rozaba. Falso. No había nada. Solo el desvelo de imaginarla despanzurrada en la avenida Benavides, o perdida por Higuereta defendiéndose de una rata gigante. O peor aún, convertida en esclava sexual por el despreciable gato satánico en algún techo de La Aurora.
Se le empezó a hablar a la niña de la posibilidad de ir a ver gatitos. El rostro se le iluminó unos segundos, pero luego sentenció: Nunca habrá otro gato como Misha. Curioso. Le atribuía singularidad irreemplazable a una mascota déspota y sin empatía. Pero tenía razón. Su indiferencia era su tóxico atractivo. Pasa con las personas, pasa con los gatos.
Sorpresivamente, varios días después a las 4:20 de la mañana un sonido cortó la madrugada:
Miau.
Misha había vuelto. Estaba distinta. Temblaba. Su mirada transmitía algo parecido a un sentimiento. Impactada por la fuga, se mostraba sorprendentemente cariñosa hacia los humanos. Se había fugado un ogro, había regresado una tierna gata faldera.
Mentiras. Le duró dos días. Luego volvió a ser el animal ingrato, convenido y egoísta. Un ser arrogante y frío al que le preguntábamos ¿dónde estuviste, por qué te fuiste? Y, como respuesta te miraba con lástima, dejando entender que hay que estar muy solo para preguntarle eso a un animal.
No hay duda, le amamos.
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