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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Entre el camal y el ruedo
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Hay dos maneras de vivir la vida. Una de ellas es pendiente de la opinión ajena, acomodándose oportunamente a lo que algunos interpretan como correcto.
En estos tiempos esto supone dejarse llevar por la manada del algoritmo dominante, integrándose a una masa que se siente feliz dueña de la verdad, la única, que por supuesto es la suya y habita en la pantalla de un teléfono celular.
Para tal fin, por supuesto, suma ser antitaurino.
La otra manera de vivir la vida es vivirla como nos sale del forro. Sea este la pared interna de los cojones o los vericuetos mágicos del ovario. Esto supone no acobardarse por tener gustos impopulares y a contracorriente. Sin tener que dar explicaciones por ello y olvidándose, con gentil desinterés, del juicio de terceros.
Para el imperio falaz de las redes, la tauromaquia se ha convertido en una transgresión deplorable. La vieja confiable que te hace lucir moralmente superior, redituando en likes lo que falta en autoestima.
Rechazar las corridas de toros, por supuesto, no impide a los paladines de la moralidad animal empujarse hamburguesas, lomos y anticuchos a discreción, porque el hambre puede más que la coherencia. Aquí la opinión del ecologista español Frank Cuesta sobre los toros.
Se ha explicado un millón de veces que los toros de lidia ya se hubieran extinguido sin las corridas. Su bravura no es funcional para la industrialización en serie que supone el usufructo de los vacunos. Los mansos, vacas y toros, viven reducidos a una vida corta y triste, ordeñándose noche y días mediante máquinas, o sometidos a un engorde veloz esperando el hachazo que los hace sujetos gastronómicos. A un toro bravo lo pones en esa cola y ataca a todos.
Pasa con los humanos. Puedes hacer mansamente y sin escándalo la cola para que te muelan a golpes. O puedes jugarte la vida para ver si tu casta te permite preservarla. En un camal nunca se ha perdonado una vida animal. Ahí es donde el animalismo dogmático derrapa: que los maten, pero que no lo muestren. Claro, como si hubiéramos salido de las cavernas gracias al tofu.
Vivimos en una sociedad que le tiene pavor a la mortalidad, que a fin de cuentas no es sino lo inevitable. Se le oculta, maquilla y pasteuriza. A diferencia del camal, la tauromaquia hace la muerte visible. Expone la muerte segura del animal y la muerte probable del matador. El oficio del torero es jugarse la vida en un ritual pagano, extremo e incómodo, definitivamente anticuado, porque ahora todo es simulación. En una sociedad infantilizada por sensibilidades de cristal un evento que no le tiene miedo a la sangre se ha convertido en una abominación. Pero, un acto sangriento es distinto a un acto sanguinario. La diferencia está en el diccionario.
Lo que pasa en las redes no necesariamente pasa en la vida. En el Perú se calcula que hay más de 5 millones de aficionados a los toros. En Acho, la alcurnia vetusta, apenas hay cuatro o cinco corridas al año. El resto de los 700 festejos taurinos peruanos suceden en provincia, donde hay una comprensión más cruda y honesta de la vida y con la muerte de la que profesa la afectada capital.
Dentro de unas semanas el matador de toros número uno del mundo, que resulta que es peruano y eso para algunos españoles es como si un chileno nos enseñara a hacer cebiche, viene al Perú. No viene a Lima. Se va a Cajamarca, Chota, donde llenará la plaza tres días seguidos. Para los chotanos la chilla de los trolls es como el sonido del aplauso con una sola mano.
El torero se llama Andrés Roca Rey, y siendo nativo digital naturalmente se comunica por las redes sociales. En España sus críticos se valen de eso para camuflar la xenofobia ninguneándolo como ´influencer´, cuando lo que ha hecho es hacerle saber a nuevas generaciones que la vida no es para consumirla frente a una pantalla, sino para jugarte la vida por lo que crees.
Uno de los animalistas más respetables de la historia moderna, Jacques Costeau, lo dijo así:
Solo cuando el hombre haya superado la muerte y lo imprevisible no exista, morirá la fiesta de los toros. Se perderá el reino de la utopía y el dios mitológico encarnado en toro de lidia derramará vanamente su sangre en la alcantarilla de un lúgubre matadero de reses.
Las corridas se acaban el día que la gente deje de encontrarle verdad al rito y solo vea en estas una masacre sin sentido. Mientras tanto, al que no le guste que no las vea. Y que mastique con gusto su ensalada, que la vida es breve.
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