La púber hija de una amiga está obsesionada con la película de terror Scream. Se trata de una muy rentable franquicia de horror satírico que abusando del género slasher – cuchilladas a mansalvas sobre cuerpos adolescentes- ha recaudado camionadas de millones a lo largo de seis ensangrentadas entregas sobre lo mismo.

Sabiendo que no tendría éxito, le he sugerido que revise otras películas del género más sustanciosas. Escuchó con educación mientras yo iba citando a El Exorcista, La Profecía, y por supuesto, esa joya del espanto que es El Resplandor. Ahh, sé cuál es, diciendo entre líneas y no me interesa.

Es comprensible. Su sensibilidad del terror está educada por el jump scare o susto intempestivo. Aquel que ajusta orificios y activa el sistema nervioso simpático, emociones siempre interesantes. Entre los nativos digitales la impresión súbita es el pan con mantequilla de sus días frente a una pantalla. Es decir, todos.

Los migrantes digitales, en cambio, aprendimos a impresionarnos a otro ritmo. Había la ceremonia de lo previo, la construcción de una tensión que luego desembocaba en un clímax intenso y generoso. Pasa en las películas, pasa en la vida.

El deleite de espanto que ofrece El Resplandor (1980) ya es pieza de museo. Una obra maestra cuarentona que posiblemente no sobreviviría una semana de cartelera entre los milenials y centenials. Pero, para quien la conoce, sigue siendo un manjar del inagotable deleite terrorífico ante lo desconocido.

Jack Nicholson estuvo intoxicado de cocaína durante el mes que duró el rodaje. Previamente, se había preparado comiendo durante quince días sanguches de queso. Nicholson odia el queso. Rompía dos puertas al día a hachazos en anticipación a la famosa escena en el baño. Kubrick lo hizo repetir 127 veces (récord Guiness) la toma en que acosa con un bate de beisbol a su esposa en la película, Shelley Duvall. Ella acabó traumatizada luego del rodaje. Durante la filmación se le caían mechones de pelo debido al estrés.

Nicholson, ya cargado de los demonios del personaje Jack Torrance y la mala vibra del hotel Overlook, le dijo a Kubrick a medio camino del film que sentía el mismo ataque de furia que tuvo cuando se divorció. Mantenlo, fue la respuesta del director.

Una de las mayores y sutiles virtudes de El Resplandor es cómo el punto de vista de la cámara acaba siendo el de un fantasma. Una presencia invisible conduce la película, persiguiendo a los personajes sin que estos se percaten en ella. En cambio, cada vez que aparece un espectro, este mira fijamente a la cámara, confirmando que tienen el control de la historia, del hotel y de los protagonistas y espectadores.

El hotel es una entidad espectral por sí solo. Su distribución arquitectónica es imposible. El patrón de sus alfombras cambia de sentido sin lógica, convirtiéndose en el hogar tétricamente perfecto de las mellizas ensangrentadas, cadáveres exquisitos de una sanguinaria ofrenda brutal que invitan al pequeño y traumatizado Danny Torrance a dejar su triciclo para irse al diablo con ellas. El verdadero hotel, que se llama Stanley y queda en Colorado, aún alquila las habitaciones embrujadas.

Danny tiene el resplandor, ese brillo sobrenatural que lleva a lo oscuro. Steven King, autor del libro en que se basó la película, se prestó el término de la canción ‘Instant Karma’ de John Lennon. A King nunca le gustó la película. La describió como un hermoso Cadillac, pero sin motor.

El Resplandor presenta un terror a fuego lento, pausado y acumulativo. Totalmente a contra mano de tiempos estroboscópicos, inmediatistas y encima brutales. En un noticiero mañanero, una bestia le destruye el cráneo a una mujer con un ladrillo, haciendo añicos la posibilidad del pavor figurado.

Con bestialidades como esas configurando el paisaje diario, el terror como bella arte deviene en un asunto anacrónico. Nicholson, retirado y senil, aparece de vez en cuando mostrando su final desinterés al paso del tiempo. Las niñas que hicieron de las mellizas muertas en la película fueron vistas en los funerales de la reina Isabel de Inglaterra, siempre posando tétricamente juntas. El Resplandor se ha convertido en un fantasma, como aquel que todos seremos algún día.

Hace unos años en Barcelona, en una majestuosa muestra itinerante en homenaje al legado de Kubrick, estuve parado contemplando los vestidos originales de las fantasmales mellizas Grady de la película. La piel de gallina en los brazos hizo innecesario el selfi.


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