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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: El planeta de los gatos del parque Kennedy
“En tiempos que todos nos odiamos cordialmente, en que a la mayoría le cuesta estar solo y en que dañar se confunde con virtud, la solución es congeniar con un gato. Tú necesitas un gato. Jaime Chincha necesita un gato. Hasta tu perro necesita un gato”.
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En el jardín de una casa de San Isidro hay seis cadáveres secretamente enterrados, uno al lado del otro. No es necesario advertir a la policía. Todos son restos caninos.
Bobby, Marsella, Bartolo, Gunther, Lucas, Jack, fueron los nombres de estos nobles animales que algún día serán olvidados por completo. Quedarán bajo ese ingrato manto que disuelve a las mascotas por la culpa falaz de no ser personas.
Sin embargo, la trascendencia de su compañía silenciosa y una irrepetible mirada que confirma que entienden más de lo que pensamos, deja algo inextinguible en nosotros, sus falsos amos.
Por ello, después de enterrar un solo perro, uno jamás quiere volver a tener otro. Basta ver un cachorro para naturalmente proyectarse a la desolación de esa última despedida, maldiciendo al infeliz conductor que se dio a la fuga o sintiendo la dura frialdad del aluminio de la mesa veterinaria. Ahí verás esa última mirada y no sabrás qué hacer. Los perros abrazan con la mirada, dicen los especialistas.
Pero la pandemia fue la pandemia. La desgracia puso a prueba vivir como si la vida – oficialmente, ya no solo en una ranchera -no valiera nada. En medio de esa suspensión animada, un día llegó una pequeña masa beige de bulldog francés que se llamaba Frida. Ese can salvó a mis hijos de tener que asumir que la cercanía del prójimo podía matarte. Sin decir una palabra, Frida protegía las ganas de vivir en medio de la muerte cotidiana.
Post Covid, Frida ya es una obesa mascota pandémica graduada en sobrevivencia emocional. Pero ahora se ha visto desplazada por el capricho infantil de una niña obsesionada con la imaginería japonesa donde reinan y gobiernan las némesis naturales de los perros: los gatitos.
Una gatita callejera de La Victoria ha usurpado su espacio físico y emocional. La usurpadora se llama Misha. Frida, confundida, está adoptando las maneras del enemigo. Como por ejemplo ronronear y comer comida de gato que huele a loco.
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Carentes de cultura gatuna, nadie sabe bien como tratar a esa gatita. María, la rescatista responsable de esta invasión felina, ha dado las pautas de cómo se vive con un gato. Para empezar, hay que esperar que el gato congenie con uno. Esto quiere decir que es el gato quien elige con quién se relaciona y de qué manera lo hace. Todo lo demás le vale madre.
Esa intermitente presencia de un gato sensibiliza respecto a todo lo que tenga que ver con estas mascotas. Desde el asombro distante con el que tanto se llenaban la boca los dueños de gatos y no entendías a qué diablos se referían, hasta los aspectos más peatonales del asunto. Este es el caso de los gatitos del parque Kennedy.
En efecto, John Fitzgerald Kennedy, histórico y misteriosamente asesinado presidente de los Estados Unidos, llevó un gato a la Casa Blanca durante su gobierno. Hasta ahí la relación entre su nombre y los gatos callejeros de Miraflores.
El verdadero vínculo entre ambos nace hace casi tres décadas por el cruce de destinos entre los roedores, la fe y la naturaleza. Por entonces, una plaga de ratas asolaba la parroquia Virgen Milagrosa del parque miraflorino. En medio de la misa, ratas grises y gordas recorrían presurosas entre las bancas, interrumpiendo satánicamente, entre gritos herejes, la comunicación directa con el Hacedor.
Los curas españoles a cargo del templo acudieron a la sabiduría popular y se hicieron de cuatro gatos para que se ocuparan discretamente del asunto. El tema es que por esa época no se sabía de esterilizaciones. Al poco tiempo los cuatro gatos eran cincuenta.
Entonces una vecina de buen corazón, doña Mercedes Marrero Villamonte, decidió hacerse cargo de esta colonia espontánea de gatos. Varias personas se fueron sumando al esfuerzo animalista, pero fueron aún más los que lo entendieron al revés: pensaron que el parque era el lugar designado para dejar gatos que nadie quería.
Marrero se hizo cargo de los gatos durante dos décadas, hasta que enfermó gravemente. En el camino había conocido a Natalie Sánchez. En su lecho de muerte en la Clínica Delgado cogió la mano de Sánchez y le encargó tomar la posta en el cuidado de esos animalitos silvestres. ‘Tú tienes el carácter, pero báñate en aceite porque van a decir cosas terribles’, le dijo.
A largo plazo fue una profecía. Actualmente, hay serios cuestionamientos respecto a la manera en que se han estado cuidando a los gatos del parque Kennedy, refiriéndose maltrato animal y eutanasias masivas bajo el eufemismo de “hacerlos dormir”. La municipalidad ha decidido involucrarse en la gestión del cuidado de los felinos públicos, convocando voluntarios, donaciones y hasta a un exministro de Economía amante de los gatos, don Alonso Segura, fundador de la iniciativa #ALaMichi y testimonio vivo de que por el MEF pasa gente sensible. Habrán chips para los gatos y fotochecks para los humanos que quieran cuidarlos.
El hombre dispone, el gato elige. Elige con quien jugará, con quien dormirá, con quien será débil y con quién será fuerte. Mientras esperas que el felino se digne tomarte en cuenta, acabas imitándolo. Es un ejemplo. El gato se revela como un elegante alter ego de la soledad y la necesidad de afecto. Que es algo que no se busca ni se reclama, tal como acostumbran hacerlo la desesperación humana y la canina. Según el canon felino, hay dignidad en la soledad serena y selectiva.
En tiempos que todos nos odiamos cordialmente, en que a la mayoría le cuesta estar solo y en que dañar se confunde con virtud, la solución es congeniar con un gato. Tú necesitas un gato. Jaime Chincha necesita un gato. Hasta tu perro necesita un gato.
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