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[OPINIÓN] Jaime Bayly: Los feos y los brutos

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Fecha Actualización
-¡Déjalo en paz! -le grita Zoe Barclays a una mujer que se acerca a su padre y le pide una foto.
Barclays ama a su hija Zoe por mandar al carajo a esa mujer, quien no se da por aludida y, tras hacerse fotos con el escritor, le dice:
-Ahora unas fotos con mis alumnos, por favor.
Unos niños en uniforme rodean a Barclays, al tiempo que la mujer, que es la profesora o la guía, hace más fotos. Luego se alejan todos, en medio de un barullo.
Barclays, su esposa Silvia y su hija Zoe están en el aeropuerto. Zoe está harta de los espontáneos que le piden fotos a su padre. También está cansada: es medianoche, quizás por eso está corta de paciencia.
-¡No puedes gritarle así a una fan de tu papá! -le dice Silvia a su hija Zoe.
Zoe rompe a llorar.
-Sí puede gritarle -la defiende su padre, abrazándola-. Tiene toda la razón. Si estoy con mi familia, no deberían pedirme fotos.
Pero quienes le piden fotos a Barclays lo quieren, lo admiran, han leído sus libros, lo han visto en la televisión, tienen una relación sentimental con él. Por eso Barclays nunca les hace un desaire, nunca se niega a una foto más.
El problema es que llevan una semana en esa ciudad, la ciudad del polvo y la niebla, donde nacieron Barclays y Silvia, donde no nació Zoe. En esa ciudad, Barclays es particularmente famoso y la gente lo reconoce y le pide fotos. Días atrás, manejando su camioneta hacia la feria del libro, la Policía lo detuvo, haciendo ulular la sirena, y a continuación le pidió fotos y hasta le solicitó que grabase un video de saludo para la comisaría de ese barrio.
Barclays está exhausto de tantas fotos, tantas firmas de libros, tantas sonrisas, pero, a la vez, extasiado por el éxito de su visita. Quiere volver a finales de año, a pasar las navidades con su madre. Silvia y Zoe no comparten esa ilusión. Les cuesta trabajo estar en esa ciudad. Prefieren quedarse en casa, allá arriba, en la isla, en el paraíso, con su perro y su gata.
El peor momento del viaje de los Barclays fue un sábado a la noche, en la feria del libro. El escritor acudió solo, sin su familia. Habló una hora, firmó libros una hora y de pronto, todavía firmando, con una fila de centenares de personas aguardando por verlo, empezó un concierto de cumbia en la sala contigua. El ruido de la música era tan atronador que Barclays no podía hablar con sus lectores: no escuchaba bien sus nombres, ellos no escuchaban al escritor cuando les decía algo, lo único que se escuchaba poderosamente era el recital de cumbia. Barclays, frustrado, odió a los organizadores de la feria.
-¿Esto es una feria del libro o un festival de música popular? -les dijo, enojado.
Pero la cumbia prosiguió y él tuvo que rendirse y retirarse, derrotado, rodeado de unos atentos guardaespaldas que le abrían paso entre la multitud.
Subiendo al 767 que los llevará de regreso a la isla, a casa, un vuelo de apenas cinco horas en un avión con asientos cama en ejecutiva, le piden a Barclays que pase a la cabina y salude al piloto y se haga fotos, y por supuesto el escritor accede, encantado. Su esposa y su hija se duermen antes del despegue. Estaban extenuadas. El trayecto del apartamento al aeropuerto duró más de una hora y fue estresante. Barclays se pone de pie y reclina los asientos de sus mujeres a la posición cama. Luego vuelve a su asiento, pero no trata de dormir.
Por fin se alejan de la ciudad del polvo y la niebla. Por fin regresan a la isla en el paraíso.
Barclays piensa: si me ganase la lotería, no cambiaría las cosas esenciales de mi vida. No cambiaría la isla en la que vivo, la casa en la que vivo, los oficios que ejerzo. Seguiría escribiendo novelas y relatos, seguiría haciendo periodismo en la televisión, mientras la televisión en su formato antiguo exista todavía. Me compraría, sí, un apartamento en Nueva York y otro en Buenos Aires. No me compraría un avión, aun si tuviese la plata para hacerlo. Es demasiado costosa la operación de mantenerlo. Prefiero volar en ejecutiva. Entonces: si mi vida no cambiaría gran cosa, es porque, enhorabuena, llevo una vida feliz.
Luego Barclays se dice a sí mismo: generalmente la infelicidad es el abismo que separa a la vida que te gustaría tener, la vida que imaginas dichosa, de la vida que tienes, la vida que sabes desdichada. Cuando tu vida real no se parece para nada a tu vida ideal, cuando es lo contrario de tu vida ideal, entonces, claro, eres infeliz. La felicidad consiste en acercar tu vida real a tu vida ideal: en tu vida amorosa, en tu vida profesional, en el lugar que has elegido para vivir. Por lo visto, Barclays está a gusto con su vida.
Con cincuenta y ocho años ya, con cuarenta años haciendo televisión, con veinte libros publicados, ¿debería Barclays pensar en retirarse? Ni loco, piensa él. No me retiraré nunca, no me jubilaré jamás, seguiré escribiendo, hablando, viajando y soñando hasta el final de mis días. Solo la muerte o la enfermedad podrá callarme. Mi destino es el de atrapar palabras y contar historias.
Cuando llegan a la ciudad de las luces y el mar, todo fluye con admirable modernidad: no hacen filas en el aeropuerto, una máquina les hace fotos, el oficial de migraciones no les pide los pasaportes, nadie los detiene. Transcurren apenas diez o quince minutos entre el momento en que descienden del avión y el instante feliz en que suben a la camioneta en el estacionamiento del aeropuerto. Media hora después, están en casa.
Todos se van a dormir. Barclays toma tres pastillas y se duerme hacia las nueve de la mañana. Su esposa Silvia se retira a dormir en su habitación. Zoe logra conciliar el sueño en su dormitorio.
Los Barclays no duermen juntos. Al final del día, cuando Barclays regresa de trabajar en la televisión, se echan en la cama y ven series y películas y conversan y a veces se aman. Pero después Silvia, seguramente aliviada, se va a dormir en su habitación. No tendrá que soportar los ronquidos pedregosos de su esposo, que además duerme con medias y zapatos. Ella dormirá con su gata al lado. Se levantará a las nueve o diez de la mañana. Barclays recién volverá a la vida pasado el mediodía.
Por suerte tienen una empleada que llega temprano, le hace el desayuno a la niña y la lleva al colegio. Pero ahora Zoe está de vacaciones y hace planes con sus amigas en la isla. La empleada es una mujer seria, honrada, laboriosa, de plena confianza. Barclays piensa: es una gran suerte contar con ella. Porque el escritor no tiene que llevar a su hija al colegio ni pasar a buscarla en las tardes, no tiene que ir nunca al supermercado, no tiene que levantarse temprano. Barclays se dice a sí mismo: si puedes dormir todos los días hasta la hora que te pida el cuerpo, llevas una vida privilegiada; si no tienes que hacer las compras del supermercado ni cargar las bolsas, llevas una vida privilegiada; si no tienes que recoger los excrementos de la gata y del perro, llevas una vida privilegiada; si no tienes que limpiar tus baños, llevas una vida privilegiada. No cabe duda: Barclays se da la gran vida. ¿Qué demonios hace entonces? Duerme, escribe y hace televisión, en ese orden de importancia. Y una o dos veces por semana, hace el amor.
Su esposa y él llevan trece años juntos y él no le ha sido infiel una sola vez, otra señal de que su vida real coincide bastante con su vida ideal.
Cuando despiertan a media tarde, los Barclays van a la cafetería más refinada de la isla, de unos argentinos encantadores, y comen algo ligero y saludable. De vuelta en casa, Barclays graba, con ayuda de su esposa, un breve video en tono risueño, celebrando estar de regreso en aquella isla del paraíso. Después de asearse sin demasiado rigor, conduce al estudio de televisión.
El problema es que Barclays maneja una camioneta de ocho cilindros, como la que conduce Messi en esa ciudad, que es un avión. Entonces el escritor maneja a toda prisa, sorteando vehículos, zigzagueando, haciendo maniobras temerarias. ¿Por qué conduce con tanta premura? ¿Está atrasado, va a llegar tarde al programa? No: lo hace porque le gusta manejar como si estuviese en un videojuego, le gusta hacer siempre la maniobra perfecta entre todas las posibles, le gusta que nadie, absolutamente nadie, lo sobrepase en velocidad. Entonces arriesga su vida al conducir tan deprisa. No tiene sentido que sea tan imprudente. Debería ir más despacio. En treinta años viviendo en esa ciudad, solo ha chocado una vez, pero no fue su culpa, lo chocaron unos sicarios venezolanos contratados para matarlo. Se llevó un buen susto, lo salvaron las bolsas de aire de un auto de ocho cilindros que quedó inservible, daño total.
De pronto, a noventa millas por hora, ya cerca del estudio, varios coches delante de sí se detienen súbitamente. Barclays tiene que dar un frenazo repentino. La camioneta da un cimbronazo. El escritor se asusta. Tengo que manejar más despacio, piensa. Y disminuye la velocidad. Y los días siguientes por fin aprende a conducir a una velocidad razonable. Si llevo una vida tan feliz, no tendría sentido morir en un accidente estúpido solo porque nadie, absolutamente nadie, puede pasarme, se dice a sí mismo.
En el estudio, haciendo el programa en directo, improvisando, Barclays piensa: qué pereza hablar de nuevo de política, cada día me cansa más y me aburre más hablar de política. Porque la belleza, la felicidad, la armonía, la vida ideal, todo eso está lejos, lejísimos de la política. Está en el arte: en los libros, en las películas, en la música, en los cuadros. Los políticos son casi todos feos y brutos: como no saben crear arte ni crear riqueza, los feos y los brutos se meten a políticos para robarnos sin pudor, menuda bandada de pirañas, menuda jauría de hienas y chacales.
De regreso en su casa, Barclays piensa: seré más feliz cuanto menos hable de política y cuanto más espacio ocupe el arte en mi vida.