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[Opinión] Jaime Bayly: Inmortales
Columna de Jaime Bayly
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Ha llegado el frío a la isla. Con el frío, han llegado los viajeros que huyen del verdadero frío. Llegan desde Nueva York y Boston, desde Montreal y Toronto, desde Chicago y Washington DC. Escapan de temperaturas heladas, impiadosas. Porque el frío en la isla es, para ellos, una suerte de verano en noviembre. ¿De qué frío hablamos cuando hablamos de frío en la isla? Dieciocho grados, dieciséis grados centígrados. De pronto los habitantes de la isla se abrigan, se quejan, tosen, se resfrían. Son blandos para tolerar la leve frescura que recorre la isla, están desacostumbrados a esa ventisca templada que viene del mar, creen que catorce grados centígrados es un castigo de los dioses. Benditos consentidos los pobladores de la isla: no saben lo que es el frío de verdad, o lo saben y por eso han elegido vivir en esa isla donde nunca llega el invierno, donde el invierno es una paranoia, una ficción, una hipérbole.
El paisaje urbano en la isla, en sus restaurantes y cafés, en sus tiendas y parques, se torna entonces un tanto esquizofrénico, como si fuese invierno y verano al mismo tiempo: es invierno crudo para los habitantes de todo el año en la isla, que se envuelven en chaquetas, sobretodos, bufandas y chalinas, y hasta encienden las chimeneas en sus casas, como si estuvieran en Oslo o en Helsinki, y es verano para los visitantes que huyen de climas gélidos, quienes se pasean muy orondos en camisetas, pantalones cortos y sandalias, disfrutando de lo que ellos perciben como un calor insólito, bienaventurado, perfectamente atípico para fines de noviembre. Todo es entonces relativo: lo que para unos resulta un frío inquietante, es para otros una primavera soñada. Cada individuo viene programado con una temperatura singular: unos encienden la calefacción, otros la aborrecen porque les reseca la garganta y la piel; unos duermen con el aire acondicionado a tope, otros lo detestan y apagan como si fuese el origen de todos los males; unos salen a la calle con los dedos de los pies al aire, apenas cubiertos por unas sandalias o unas chancletas, otros se ponen hasta dos pares de medias, ateridos.
Muy pocos llevan la mascarilla puesta. En una farmacia de la isla es fácil ponerse la vacuna contra el coronavirus: lo mismo la primera dosis que la tercera, y sin que cobren un centavo por administrar las mejores vacunas, y sin que la edad resulte una información relevante. Sólo los muy testarudos se niegan a vacunarse. Como los habitantes de todo el año saben distinguir lo que les conviene (quedarse en la isla) de lo que no les conviene (volver a los países bárbaros donde nacieron), generalmente saben distinguir también lo que les conviene para su salud (vacunarse) de lo que no les conviene (no vacunarse, en un gesto bobo de rebeldía que podría costarles la vida). Algunos camareros hacen el esfuerzo de atender con las mascarillas puestas todavía, pero en los restaurantes y cafés casi nadie entra ya con la mascarilla puesta, casi nadie parece tener miedo de contagiarse, bien sea porque ya se contagió, bien porque ya se vacunó. Todo eso, que la gente se despoje del barbijo y se atreva a moverse por la isla a rostro descubierto, acrecienta la impresión de que, con los turistas casi descalzos del invierno, ha llegado también la normalidad, y lo peor de la pandemia ha quedado atrás.
Ocurre entonces que la isla se llena de gente en noviembre, duplica o triplica su población habitual: se desbordan de huéspedes los hoteles, se alquilan los apartamentos de temporada, se llenan las playas a pesar de que el mar está helado, llegan desde los fríos más remotos las familias más felices, y entonces todo es un entrevero de luces y colores, un batiburrillo de voces y ecos, un coro de niños extasiados en todas las lenguas, un desfile de perros mimados, una coreografía mansa y tropical donde la tristeza y la desesperanza parecen proscritas.
Sólo los muy ingratos o los muy despistados no dan gracias el día de Acción de Gracias. Es jueves, siempre es jueves, y las familias se reúnen, alrededor de un pavo horneado, para celebrar la vida, aunque no son pocas las que, educadas en las nuevas convenciones de los jóvenes más sensibles, se niegan a comer un animal muerto, un pobre pavo decapitado y desplumado, y prefieren comer ensaladas con frutos secos, o tomar una buena sopa de tomate, de calabaza, de espinaca, o probar unos tamales colombianos, unas cachapas venezolanas. Dan gracias por la salud (qué suerte hemos tenido, no nos contagiamos de coronavirus, seguimos vivos), por el trabajo (no nos han despedido, nos pagan mes a mes, ahora las cosas deberían mejorar), por el amor (todavía me quiere, aún no se aburrió de mí, suerte la mía), por la familia (mi vida no tendría sentido si estos hijos míos no fuesen mis hijos, si no los hubiese conocido: nací para ser su madre, para ser su padre, todo lo demás es secundario). Dan gracias, o deberían darlas, porque, mientras otros pasan hambre, ellos comen a su antojo; porque, mientras ellos comen y beben, otros sufren en clínicas y hospitales; porque, en la ruleta azarosa de la vida, los dados cayeron a su favor.
El creyente de pronto reza, agradece y pide alguna bendición o algún milagro, a riesgo de pedir demasiado. Duda el agnóstico inconstante y acaso eleva una oración, temeroso de parecer oportunista, pedigüeño. El ateo se aferra a la vida, al placer, al cuerpo imperfecto que habita. Los dioses y las vírgenes, los santos y santas, los muertos antiguos y los que hemos perdido y añoramos, sobrevuelan en nuestra memoria esos días de fiestas, de banquetes, de reposos y gratitudes. Estamos con todos ellos, los invocamos, los recordamos, les hablamos con la certeza de que nos escuchan. Somos entonces los que estamos vivos y los muertos que viven en nosotros: a ellos vamos, o a ellos quisiéramos ir. No están sentados a la mesa de Acción de Gracias, pero a no dudarlo nos acompañan. Existimos, bueno es recordarlo, gracias a ellos.
En una casa en la isla, tendidos en una cama de aquella casa en la isla, una mujer y un hombre, quejumbrosos porque hace un frío desusado, se abrazan, se besan, se aman. Al pie de la cama, una gata elegante, sigilosa, ensimismada, parece ajena al escarceo de los amantes. Muy cerca de ella, un perro, que es su amigo, duerme patas arriba, un tanto regordete. Más allá, en su habitación, una niña se extravía gozosamente en el laberinto de sus sueños. Esa noche, en aquella casa, en aquel momento, todos ellos, sin saberlo, son inmortales, o el amor que los une será inmortal, invicto a la corrosión del tiempo y del frío.
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