El caso de Latinoamérica es, en particular, paradigmático. Más del 70% está insatisfecho con la democracia (Latinbarómetro), es decir, con sus gobernantes, y casi el 80% cree que los partidos no funcionan (Perú lidera ranking con el 90%). Este malestar se ha venido traduciendo en un voto de castigo a los presidentes de turno a través de un incansable ejercicio de prueba y error. Además, en los últimos años las calles han sido tomadas masivamente. La razón de fondo de la explosión social en Chile no fue el alza del pasaje del metro (fue solo el detonante), sino el malestar generalizado con el statu quo y la clase política; y la Asamblea Constituyente fue la manera como se encauzó ese malestar. En el Perú, el detonante de la explosión social de 2020 fue la vacancia de Vizcarra (percibida en ese entonces como arbitraria) y la elección de 2021 fue la manera como se canalizó, aunque limitadamente, el profundo malestar. Es difícil esperar que este Gobierno improvisado canalice el malestar persistente, así que, probablemente, las elecciones de 2026 funjan de válvula de escape. La gente quiere cambios radicales e inmediatos y, naturalmente, quien venga con la monserga democrática de siempre (propuestas razonables y progresivas de cambio) no va a tocar fibras. La mesa está servida en la región para candidaturas radicales de derecha o izquierda. En el Perú, nadie del elenco político actual deslumbra (90% no sabría por quién votar si las elecciones fueran hoy, Ipsos), así que no es difícil anticipar que un outsider capitalice en medio de tanta orfandad. Más aún si consideramos que el escenario de fragmentación actual favorece la ascensión de candidatos radicales. En la elección de 2021 participaron 18 candidatos y el voto se diluyó entre todos ellos, con lo cual Castillo logró pasar a segunda vuelta con apenas el 15% de los votos emitidos (sin fragmentación, no hubiera pasado) y Keiko Fujimori con el 11%.