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[OPINIÓN] Camila Bozzo: “Tiempos recios”

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Después de ser el paradigma predominante durante los últimos 30 años, la democracia liberal ha comenzado a perder terreno ante el renacimiento de viejos y oscuros instintos. Populismos, autoritarismos, proteccionismos y varios otros -ismos.
Las panaceas sociales no existen, qué duda cabe, pero la combinación de libre mercado y democracia ha demostrado, a juzgar por la historia del último siglo y a pesar de sus imperfecciones, contribuir al progreso material de las naciones y favorecer el avance de las libertades individuales y del pluralismo. Creer que vamos a alcanzar una sociedad justa e igualitaria es un sueño de opio, pero sí podemos aspirar, como dice Vargas Llosa, a alcanzar una sociedad menos injusta y desigual. Sin ir muy lejos, en el Perú, en el periodo democrático y de apertura económica que va de 2006 a 2019, el ingreso promedio (formal e informal) creció 50% y la clase media pasó de representar del 34% al 51% de la población.
A pesar de estos avances, el Perú no es ajeno a la nueva tendencia mundial. Hoy, las democracias liberales que antes ofrecían acabar con los males de la humanidad vienen perdiendo legitimidad ante la precarización del empleo, los beneficios desiguales de la globalización, las incipientes disrupciones en el mercado laboral por la irrupción de la inteligencia artificial y el aumento de la corrupción y la inseguridad (en Europa, el riesgo latente de guerra y de pulverización de las fronteras y, en Latinoamérica, el aumento de la violencia y el crimen organizado). Ahora lo atractivo son los discursos que confrontan ese otrora paradigma incontestable: mano dura, proteccionismo y populismo (los de arriba vs. los de abajo). Los ejemplos abundan. El caso de Trump es paradójico siendo EE.UU. el fundador del orden liberal mundial. En Europa, encandilan líderes como Le Pen, Meloni y Erdogan; y en las frágiles democracias latinoamericanas, López Obrador, Morales, Bukele y Milei. Los políticos tradicionales resultan cada vez más indigeribles para las grandes mayorías que, desencantadas, se dejan seducir por discursos populistas y autoritarios disfrazados de democracia. Porque, como decía Cortázar en un discurso premonitorio a inicios de los ochenta, la democracia amenaza convertirse en un clisé con el que todo el mundo está de acuerdo y que todo el mundo usa de manera tendenciosa a su favor. Ningún autócrata en sus cabales denostará de ella. Salvo Xi Jinping y los burócratas chinos que niegan la conexión entre economía de mercado y democracia. Algo que ha hecho que muchos se cuestionen su verdadero valor.
El caso de Latinoamérica es, en particular, paradigmático. Más del 70% está insatisfecho con la democracia (Latinbarómetro), es decir, con sus gobernantes, y casi el 80% cree que los partidos no funcionan (Perú lidera ranking con el 90%). Este malestar se ha venido traduciendo en un voto de castigo a los presidentes de turno a través de un incansable ejercicio de prueba y error. Además, en los últimos años las calles han sido tomadas masivamente. La razón de fondo de la explosión social en Chile no fue el alza del pasaje del metro (fue solo el detonante), sino el malestar generalizado con el statu quo y la clase política; y la Asamblea Constituyente fue la manera como se encauzó ese malestar. En el Perú, el detonante de la explosión social de 2020 fue la vacancia de Vizcarra (percibida en ese entonces como arbitraria) y la elección de 2021 fue la manera como se canalizó, aunque limitadamente, el profundo malestar. Es difícil esperar que este Gobierno improvisado canalice el malestar persistente, así que, probablemente, las elecciones de 2026 funjan de válvula de escape. La gente quiere cambios radicales e inmediatos y, naturalmente, quien venga con la monserga democrática de siempre (propuestas razonables y progresivas de cambio) no va a tocar fibras. La mesa está servida en la región para candidaturas radicales de derecha o izquierda. En el Perú, nadie del elenco político actual deslumbra (90% no sabría por quién votar si las elecciones fueran hoy, Ipsos), así que no es difícil anticipar que un outsider capitalice en medio de tanta orfandad. Más aún si consideramos que el escenario de fragmentación actual favorece la ascensión de candidatos radicales. En la elección de 2021 participaron 18 candidatos y el voto se diluyó entre todos ellos, con lo cual Castillo logró pasar a segunda vuelta con apenas el 15% de los votos emitidos (sin fragmentación, no hubiera pasado) y Keiko Fujimori con el 11%.
En las circunstancias actuales, el idealismo es un acto de fe, no estamos para reformas estructurales: no existen consensos, el país está polarizado y nuestra clase política se resiste al cambio. Pero en vez de quedarnos pasmados, podemos empujar pequeñas reformas y acciones que permitan atenuar el riesgo. Además de la bicameralidad y la reelección, urge, a mi juicio, la aplicación de las elecciones primarias al próximo proceso electoral. Las primarias buscan, entre otras cosas, depurar el universo de partidos que postulan a una elección: si un partido saca menos del 1.5% de los votos, pierde la inscripción y no puede participar en las elecciones generales. Con esto, se reduce la fragmentación y se limita la participación de outsiders radicales que irrumpen en la etapa final del proceso. Esta reforma se aprobó en 2020, pero su aplicación se ha venido aplazando porque los partidos representados en el Congreso no quieren jugarse el pellejo. Prueba de esta resistencia a las primarias es el reciente proyecto de ley presentado por Fuerza Popular que propone que su aplicación sea opcional. Solo la presión pública y los medios pueden hacerlos recular. Ya antes se han ganado batallas de esta forma ¿Por qué no ahora?
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