Cada 14 días escribo para este diario pero, no soy, ni por asomo, un periodista. A fin de cuentas, aunque intento que está columna sea objetiva e informada, aporto algo que tenemos en superabundancia en nuestro ecosistema mediático y digital: opiniones.
En nuestra era de la posverdad, fake-news, narrativas personalizadas y cámaras de eco, los verdaderos periodistas, esos que reportan hechos, los investigan, verifican e informan, nunca han sido tan necesarios ni tan menospreciados.
Políticamente, los extremos son cada vez más parecidos y el ataque a la prensa objetiva es otro nodo donde se acarician, aunque con matices distintos. Desde la derecha, se repite la cantaleta mermelera y se acusa de caviar cuando los hechos no cuadran con narrativas conspiracionales o fraudistas. Desde la izquierda, se asume que toda la prensa es enemiga del “pueblo”, por simplemente reportar sobre hechos abusivos de corrupción e incompetencia.
Al mejor estilo de Trump, a Castillo le gustaba señalar a la prensa presente en sus eventos públicos, intimidando con la atención de sus seguidores más fanáticos. En este contexto, no es coincidencia que periodistas han sido atacados por manifestantes y policías en las actuales protestas en Perú.
Esto está pasando en todo el mundo. Un estudio de hace unos meses en Estados Unidos indicaba que los egresados que más se arrenpentían de su carrera eran los de Periodismo. En su contra, tienen a los propios medios en los que trabajan con sesgos editoriales cada vez más marcados, audiencias intolerantes a hechos que contradicen lo que quieren creer y a herramientas tecnológicas como ChatGPT, que harán creer a muchos (erroneamente) que la labor de un periodista se puede automatizar.
Una sociedad que no puede estar de acuerdo sobre la verdad no podrá avanzar y sin periodistas de profesión, eso será imposible. Desde esta pequeña esquina, todo mi respeto para aquellos que, a pesar de todo, siguen insistiendo en informar al público ingrato.