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Un empresario relataba que, durante un evento anticorrupción, se hizo una encuesta anónima en la que una de las preguntas era si alguna vez había pagado un soborno. Cuando se leyeron los resultados, con respuestas mayoritariamente positivas, el público encuestado reaccionó riendo.

El empresario en cuestión, con pocas semanas en el Perú, no lograba entender lo que pasaba: en un país relativamente pobre, sin equidad ni oportunidades para todos, en el que miles mueren por enfermedades previsibles y curables, donde los niños no acceden a educación y en el que todos los días se descubre un escándalo de corrupción ligado a autoridades que robaron inmensas sumas de dinero en una práctica que, según las pruebas, vienen desde el Virreinato hasta el siglo XXI.

En ese país, para su clase dirigente o dominante, el haber participado en robos es una situación humorística. No eran risas nerviosas y de vergüenza; parafraseando a algún empresario al que se lo escuché: “Yo no puse las reglas del mundo (o del país); solo vivo en él”.

Yo me pregunto: ¿Qué podemos esperar de esa generación empresarial? ¿Renunciarán sus hijos (millennials y premillennials) a sus privilegios, para pensar y actuar distinto? ¿O es que será necesario que para que reflexionen pasen sus padres una temporada en la cárcel y que sientan miedo de recibir coimas o favores ilegales? No el miedo a dios (que muchos fueron a colegios religiosos y van a misa y comulgan cada semana), sino el miedo a algo más burdo, cercano y terrenal.

Que finalmente se convierte en darte cuenta de que “eres mortal”... aunque vayas a España o pidas asilo.

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